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lunes, junio 26, 2023

"No teníamos un concepto musical ¿Qué mierda es eso?". En memoria de Peter Brötzmann (6/3/1941-22/6/2023) 

Murió Peter Brötzmann, la "ametralladora" (como le puso Don Cherry tras conocerlo en Alemania a fines de los 60). No tengo mucho que decir en este momento, salvo que tal como ante la noticia de la muerte de Cecil Taylor, Ornette Coleman o Pharoah Sanders siento más dicha que pena: gratitud por haber conocido y apreciado la inmortal obra de este tipo de seres humanos. Más todavía porque sé que murió durante el sueño, en calma, tras haber tenido un colapso en su estado de salud pocas semanas antes. Nunca dejó de soplar su saxo hasta ese momento.

La revista The Wire liberó una larga y excelente entrevista con David Keenan en dos partes. Se incluye una guía de Daniel Spicer para navegar por sus principales discos, además de algunos de sus trabajos visuales. 

La Tercera y Pitchfork hicieron notas que cierran con un dato de mierda: Bill Clinton sería un gran fanático (o "fans" como dicen todos ahora) de Brötz. Ya ¿Y qué? Valdría la pena robarle todos los discos y reemplazárselos por material de Kenny G. y los hermanos Marsalis.

En Rocakaxis me encontré con una entrevista con motivo de su segunda visita a Chile en 2018, donde ante la pregunta algo estereotipada sobre los "conceptos musicales" tras el trabajo del cuarteto Last Exit (con Shannon Jackson en batería, Laswell en bajo y Sharrock en guitarra) responde contando cómo se dio ese encuentro, y que "funcionó y resultó entretenido", rematando con: "No teníamos un concepto musical. ¿Qué mierda es eso?".

Recomiendo acudir a su bandcamp, con 29 de sus alrededor de 50 albums. 

Dentro de ellos me topé con un poderoso dúo de 1987 con el gran Sonny Sharrock, del cual no tenía noticia. 

Me despido para proseguir con los homenajes caseros. Como bien dijo Byron Coley, nunca más veremos a alguien así. Sigue soplando desde el cielo del jazz libre, querido Peter. Nunca te olvidaremos. 

Los dejo con la parte final de un texto que ya había subido acá hace tiempo, con ocasión de su primer concierto en Chile (2016, Sala Master) y al que luego le había hecho un agregado tras el segundo y último concierto (2018, Matucana 100):

Free Europa 68: seamos realistas, dejemos la cagá.

El free jazz europeo pisa un terreno que estuvo en sus inicios asociado a la improvisación y experimentación “blancas”, es decir, a la música proveniente de esa tradición continental y que hoy en día suele quedar encerrada en las instituciones musicales separadas. El jazz “negro” americano, de origen ciertamente más proletario, operó como una fuerte influencia que abrió el camino a nuevos sonidos y enfoques y a la radicalización de todas las opciones por parte de los espíritus más inquietos de Europa (y del resto del mundo, obviamente).

Para Steve Lake, escribiendo en The Wire a mediados de los 80, es recién en 1968 con “Machine Gun”, del Peter Brötzmann Octet, que en rigor se da a luz el primer ejemplar auténtico de jazz “europeo”.

En Machine Gun lo que tenemos es un ataque frontal de saxofones (3: Brotz más Evan Parker y Willem Breuker) que atacan con el apoyo de dos contrabajos (uno de ellos es el maestro Peter Kowald, Q.E.P.D.), dos baterías (¿quien conoce a un tal Hann Bennink?) y un piano (Van Hove), que alcanza niveles de agresividad y alegría que no se conocían, o no al menos en estas tremendas dosis y entremezclados tan acertadamente.

Brötzmann había estado antes asociado al movimiento Fluxus y a otras formas de expresión estética (el fluxus de esos años había llegado a dictaminar: “Músicos: rompan sus instrumentos”), y cuando armó el octeto con el que grabó este deslumbrante álbum editado por FMP (un poco antes había editado su primer álbum, tiernamente titulado “For Adolphe Sax”, en homenaje al inventor de tan bello, vulgar y moderno instrumento) reconocía la influencia más “rockera” (o “eléctrica”) de gente como Jimi Hendrix …No sé si es por eso que este álbum podría calificar hasta como una especie rara de heavy metal o hardcore punk (géneros a los que podríamos decir que anticipa en unos buenos años pero que, a la vez, derrota en su propio terreno, al sobrepasarlos fuertemente en intensidad sin necesidad de enchufar nada). Por lo mismo, es una de las piezas más obvias de “introducción al free jazz” que puede gozar de aceptación entre las huestes melenudas y/o rapadas que por lo general bostezan frente al swing más tradicional (dicho carácter “introductorio” esencial lo tienen también otros álbums comunales de la época, como el “Free Jazz” de Ornette, “Ascension” y “Om” de Coltrane, y el álbum colectivo “NY Eye and ear control” impulsado por el comandante Albert Ayler).

Este artefacto, que fue grabado en pleno Mayo del 68 en Bremen, recientemente ha sido objeto de reedición como “Complete Sessions” gracias a Atavistic: un artefacto que debería ser puesto al alcance de todos los niños y niñas inteligentes, brutos y sensibles de este planeta Tierra.

¿Y tiene esto algo que ver con el Free Jazz Punk Rock? No lo tengo muy claro en términos racionales todavía, pero creo que su energía, radicalidad y abundante humor (entre medio de los bombardeos aéreos y devastación general hay tiempo para líneas melódicas absurdas, bromas dadaístas y hasta un par de ritmos fiesteros) lo constituyen en un álbum maestro que no ha cesado ni cesará de inspirar a varias generaciones de ruidistas subversivos. Eso, además de Herr Brötz himself: muy a su manera, un viejo punk que, luego de Machine Gun, ha mantenido en alto el nivel de brutalidad, lo que le ha valido que muchos críticos y fascistas estéticos lo descalifiquen por su supuesta monotonía/economía de recursos, y que sigue activo hasta el día de hoy.”

- “Hasta el día de hoy”. Eso dijimos hace casi una década. Jamás imaginamos que algunos años después tendríamos a un Brötz de ya más de 70 años soplando como sopla, en Chile.

Fui a verlo con una hermosa acompañante: la chica más linda de toda la sala y varias cuadras a la redonda si es que no de toda la comuna y ciudad. Al llegar, puntuales y con un par de latitas de cerveza helada en el bolso, ya estaba llena la Sala Master, pero nos ubicamos bien en unas sillas altas que tenían a un costado. Cuando la cosa estaba por empezar, me di cuenta de que ni siquiera me había preocupado de la existencia de la banda Full Blast: Marino Pliakas en un bajo con hartos efectos, y Michael Wertmüller sentado a la batería. Después de haber presenciado todo el set, concluí que en rigor ese puro dúo en sí ya valía la pena en extremo, y sobre su “Wall of noise” el saxo de Brötz venía a ser como la guinda de la torta.   

Era raro ver a Brötz tan viejito y encorvado, con una semijoroba, soplando como en los viejos tiempos, aunque tal vez un poquito menos fiero que en 1968 o 1986: el tiempo pasa, y como dice Pavel Oyarzún desde Punta Arenas, en su brillante novela “Barragán” (LOM, 2009) a través de un personaje: “El peor enemigo de un anarquista no es la iglesia ni el Estado, sino el mero paso del puto tiempo”.

No tengo muchas palabras para describir lo que sentimos todos el martes a las 20:30. Por momentos la parte electrónica de la banda (o más bien, el bajo con efectos más la batería) me hacía pensar no en Last Exit, sino que en Fushitsusha (Brötz ha grabado algunos discos con Keiji Haino por cierto) y en un par de ocasiones mi acompañante que goza de un excelente oído hasta mencionó a Corrupted. Con razón uno de los albums de Full Blast, en Atavistic, se llama Black Hole: agujero negro. En esos momentos la música efectivamente parecía un magma que salía desde el centro de la tierra volcánicamente para ir a parar a quien sabe qué punto del espacio exterior, o más bien difuminarse en todas direcciones del mismo.

A Brötzmann lo vi usar el saxo tenor, y dos instrumentos rectos, uno de los cuales imagino era el famoso tarogato o flauta turca. Gracias al cambio de instrumentos había harta variedad sonora que hacía imposible hablar de monotonía, y además los otros dos instrumentistas juntos o por separado tuvieron harto espacio para expresarse. Pero lo que más me sorprendió fue que cuando agarró el tenor y se quedó solito un buen rato, nos entregó el momento de más profundo lirismo en lo que vendría a ser como una especie de balada brotzmanniana. Emocionante. Creo que hasta lagrimeé un poco.

A diferencia de lo que leí por ahí, no usó cuatro tipos de saxofón ("desde el alto y el tenor hasta el barítono y el bajo-, y también utilizando el clarinete y el torogato"): sería bueno que los que escriben comentarios vayan efectivamente a los conciertos y presten atención.

Otro órgano dijo que hubo “1:15 minutos de puro free jazz”. No estoy de acuerdo: esto es otra cosa: una música nueva que desafía probablemente toda definición, y ciertamente que cuando estaban el bajista y el baterista solos o a dúo, no sonaba a "jazz" sino que a música libre nomás...

Pero eso no es tan importante, son sólo etiquetas que uno usa por comodidad y la idea nunca ha sido que ellas determinen ni aplasten el contenido que hay detrás. 

Insisto: no tengo mucho más que decir, excepto que quizás es el mejor concierto que he visto en mi vida hasta ahora.

- Al terminar, algunos entusiastas corrieron a pedir autógrafos a Brötzmann. El viejo firmó algunos pero se veía bien mosqueado con todo eso, y sólo quería guardar sus instrumentos e irse. Así y todo le alcanzó a firmar a mi acompañante el CD del Machine Gun, y Marino Pliakas dedicó el CD de Full Blast en Colonia el 2006 a nuestro hijo, cosa que al otro día llenó de alegría al pequeño melómano.

Como vi que Brötz estaba ya bastante molesto con el acoso, fui a decirle  a Pliakas que por favor le dijera luego lo siguiente: que había alguien que quería darle las gracias por haber mantenido viva la llama de Ayler, y haber acercado su música  a tanta gente. Este brillante bajista (que por lo que ahora sé ha colaborado con varias formaciones del enjambre del ruido libre y desprejuiciado) era bastante simpático. Sonrió y me dijo: “OK, pero ¡mejor anda y dile eso tú mismo! Le va a gustar”. Ante mi reticencia insistió: “It´s OK!”. Entonces fui, pero apenas le empecé a tratar de decir algo saltó una de las mujeres de la organización y me repelió: “Déjenlo tranquilo, está cansado”.

Luego le comenté a mi acompañante que igual entendía perfectamente el cansancio del viejo prócer, a lo que ella replicó: “Si está tan viejo y mañoso mejor que no salga de gira!”. Ja ja. Le encontré algo de razón considerando lo empelotado que se veía el viejo por momentos, pero tras meditarlo un segundo le contesté que tiene todo el derecho de hacerlo, porque a estas alturas ¡Brötzmann es patrimonio de la Humanidad!

POST-SCRIPTUM 2020:

Brötzmann con sus Full Blast vinieron una segunda vez a Chile. No recuerdo el año…creo que fines del 2018.  En Santiago el concierto fue en Matucana 100. En esta ocasión hubo teloneros: los Fuerza Labor, con Edén Carrasco en vientos, Felipe Araya en percusión, y un bajista cuyo nombre he olvidado. Llegamos algo tarde con mi hermosa acompañante porque hubo colapso del transporte público (otra anticipación del 18 de octubre). El concierto se pudo apreciar incluso mejor que el otro. Poco pero entusiasta público (a algunos me los topé días después viendo a Varukers en el Arena Recoleta). 

Esta vez sí pudimos saludar a Peter, que estaba feliz. Le mencioné que gracias a él había descubierto la obra de Ayler, y me mencionó que él había escrito unas notas sobre Albert en el folleto del disco “Die Like a Dog” (subtitulado “fragmentos de la música, vida y muerte de Albert Ayler, junto a Hamid Drake, Toshinoro Kondo y William Parker, Free Music Production CD 64, Berlin, 1994). Le dije que lo tenía, y que pensaba traducirlo alguna vez. Aún no lo he hecho. Ya lo haré.



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sábado, junio 24, 2023

Otto y Alice Rühle-Gerstel: atrapados entre dos contrarrevoluciones. A 80 años de su muerte. 

Escribiendo una Presentación para la próxima edición del libro "Fascismo pardo y fascismo rojo" del comunista consejista alemán Otto Rühle por Pensamiento y Batalla, me di cuenta de que justo hoy se cumplen 80 años de su muerte, seguida pocas horas después por la de su compañera Alice, en México.

Esta "casualidad" me impulsa a compartir acá la segunda parte del borrador de mi texto.



Para entender bien la trayectoria de Otto hay que tener en cuenta que a partir de su segundo matrimonio su vida y obra es inseparable de la de su compañera Alice. Para referir esta historia de amor y lucha procedo en esta parte a destacar algunos datos biográficos tomados de uno de los escasos textos en español dedicados a la pareja: un detallado y largo artículo de Lizette Jacinto, “Desde la otra orilla: Alice Rühle-Gerstel y Otto Rühle. La experiencia del exilio político de izquierda en México 1935-1943” (1).

El matrimonio Rühle se estableció en las afueras de Dresde, donde fundaron la editorial Am andern Ufer (En la otra orilla), especializada en textos marxistas pero también en los temas pedagógicos, la psicología y el feminismo. Entre 1925 y 1926 publicaban un Periódico para la Educación Socialista. Otra publicación importante, aún no traducida al español, fue “El problema de la mujer en la actualidad –un balance psicológico”, de Alice Rühle-Gerstel.

Ante la inminente llegada al poder de los nazis en Alemania, a inicios de 1933 los Rühle se establecieron en Praga, ciudad natal de Alice. Justo a tiempo: el 5 de marzo las tropas de asalto del partido nacional-socialista (las infames “S.A.”) fueron a buscarlo a su casa para detenerlo. Después destruyeron completamente su biblioteca. En mayo de 1933 la abundante producción literaria de los Rühle fue incluida en el listado de libros prohibidos por los nazis, siendo quemados en plazas y universidades por sus grupos de choque, y después se dictó una sentencia contra ambos por “alta traición”.

En 1935, ante la negativa del gobierno checoslovaco a extenderle su visa, Otto partió a México, donde desde fines de los años 20 residía Grete, hija de su primer matrimonio con Johanna Zacharias. Su yerno, Federico S. Bach, le consiguió trabajo por un tiempo como asesor técnico en la Secretaría de Educación Pública. Otto ya conocía el país, pues como señala Lisette Jacinto, había ido en 1930 cuando su hija estaba a punto de dar a luz, permaneciendo ahí por ocho meses, viajando por el país para conocer bien su realidad. Luego de eso “preparó en 1932 el libro intitulado Imperialismus in Mexiko para la editorial alemana Fischer-Verlag, libro que nunca llegó a publicarse”.

Como técnico de la Secretaría de Educación Pública, Otto Rühle trabajó en la planificación de las escuelas rurales, trabajando en libros de texto como La escuela del trabajo (SEP, 1938) y en varios artículos sobre la educación socialista que aparecieron en la revista El Maestro Rural, entre los que destaca ““El niño proletario en México. Plan de trabajo para una investigación”.

Alice lo siguió allá un año después, consiguiendo trabajo en el recién fundado Consejo Nacional de la Educación Superior y la Investigación Científica.

En 1937 llegó exiliado a México León Trotsky, a quien Otto conocía desde 1907. Entre los que lo recibieron estaba su yerno, Federico S. Bach.  Los Rühle mantuvieron una estrecha amistad con el fundador del Ejército Rojo, a pesar de las considerables diferencias políticas entre “troskistas” y “consejistas”. En una carta de Alice a Heinz y Frieda Jacoby, fechada en abril de 1939, declara que “con nosotros los Trotskys son muy amenos pero nunca llegamos a una conversación adecuada. Se habla sobre los cactus, los conejos y las palomas, con los que el viejo ocupa su tiempo y sólo es así porque uno se siente tradicional y humanamente obligado a hacerlo y porque el viejo en persona es muy amable y bueno. Pero una opinión política o moral no sale de él”.

Además, Otto participó de la Comisión Dewey, formada en 1937 por intelectuales norteamericanos para investigar las acusaciones cintra Trotsky formuladas en los Procesos de Moscú. Todo eso les valió la dura enemistad de los terribles especímenes del estalinismo mexicano, que caracterizados por su matonaje y con la valiosa ayuda del estalinista y cónsul chileno Pablo Neruda lograron primero atentar contra Trotsky y finalmente darle muerte (2). El influyente y muy mafioso P”C” Mexicano, fiel a la línea estalinista, logró también que los Rühle perdieran sus trabajos.

En una carta a su amigo Erich Fromm, exiliado en Estados Unidos, Otto le dice: “me he convertido en el objeto del odio estalinista, quienes me toman por trotskista, para sacarme de mi puesto dentro de la SEP, porque la educación es estalinista, no por convicción sino porque los hombres que están allí así lo necesitan”. En efecto, los tiempos para experimentar con una educación socialista humanista se habían acabado, retrocediendo a una educación autoritaria tradicional, con los estalinistas mexicanos tomándose la SEP.

Los estalinistas mexicanos exigían en esos años a su aliado Lázaro Cárdenas la expulsión de Trotsky, y los Rühle quedaron etiquetados como trotskistas acérrimos. En verdad, el grupo al que se sentían mas cercanos era “Socialismo y Libertad”, que animaba el antiguo sindicalista revolucionario francés Marceau Pivert, y donde confluían Victor Serge, G. Munis, algunos anarquistas y otros revolucionarios que habían quedado atrapados entre las dos contrarrevoluciones que se imponían en esos años: la fascista y la estaliniana.

Los Rühle quedaron en una muy precaria situación económica. Abandonaron su residencia en Coyoacán y se trasladaron a un departamento en el tercer piso de un edificio en calle Villalongos con Río Balsas, comuna Cuahtémoc. Otto tuvo que dedicarse a hacer tarjetas postales con imágenes sobre las diversas actividades de los trabajadores mexicanos, firmando con el alias de Carlos Timonero. Alice las comercializaba en tiendas de souvenirs para turistas, daba conferencias, escribía artículos sobre el Día de Muertos y otras tradiciones mexicanas, mientras intentaba sin éxito publicar libros bajo el seudónimo de Bárbara Félix.

En el único capítulo de las memorias de Alice que ha sido traducido al inglés, da cuenta de una discusión en torno al bolchevismo y el capitalismo de Estado, donde Otto terminó espetándole: “¡Mi querido Trotsky! ¡Tú eres el peor estalinista de todos!” (3). La amistad se interrumpió a raíz de eso, y poco después, el 20 de agosto de 1940, Trotsky fue asesinado por Ramón Mercader, agente estalinista encubierto que lo golpeó cobardemente con un picahielo en la cabeza mientras lo visitaba en su casa en Coyoacán.

El 24 de junio de 1943, a la edad de 68 años, Otto murió de un ataque al corazón. Alice, su compañera de vida en las últimas dos décadas, al encontrarse con el cadáver de su compañero se arrojó desde el tercer piso que habitaban, muriendo en el hospital cinco horas después. En su curriculum vitae había escrito: “nacida austríaca, me convertí en checoeslovaca en 1918, en alemana en 1922 –por casarme con un alemán– en ‘sin ciudadanía’ en 1934 y en mexicana en 1939”. La depresión en que ambos habían caído a partir de 1939 ya la había hecho pensar en la solución suicida, sumado al hecho de que desde pequeña sabía que las mujeres de su familia tenían una tendencia a morir a los 49 años. En el departamento se encontró una cierta cantidad de cianuro.

En una carta no enviada a la psicoterapeuta Karen Horney había dicho: “si este es el único mundo que existe, entonces me da lo mismo (…) No quiero vivir en un mundo donde todo es tan complicado, difícil y sobre todo aburrido”. Sus papeles fueron heredados por su amigo Stephen Kalmar, de quien se despedía diciendo: “Ojalá que ustedes vivan en un mundo mejor, ¡ese por el que nosotros tanto esperamos! Sean buenos socialistas”.



Notas:

1.- Historia Mexicana, Vol, 64, N°1, julio-septiembre 2014, pp. 159-242. ¡84 páginas! ¿Quién se anima a publicarlo como librito?

2.- En sus memorias el “poeta” cuenta con orgullo como ayudó a David Siqueiros a escapar de México hacia Chile, cuando estaba detenido por haber comandado un atentado armado contra la casa de Trotsky donde éste se salvó apenas de recibir los disparos de las ametralladoras del PCM.

3.- Alice Rühle-Gerstel, No verses for Trotsky. A Diary in Mexico (1937), disponible en libcom.org  

 



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sábado, junio 10, 2023

Música del Demonio, o 1984-2023: the metal years 



Ya he contado antes que el Heavy Metal fue mi primer gran amor musical. No porque no amara la música desde antes, pues en mi hogar familiar en La Serena habían LPs interesantes de Pink Floyd (Lado oscuro de la luna y Madre corazón de átomo: en esos años traducían los títulos) y después en Punta Arenas escuchábamos mucha música en los numerosos y largos viajes en auto por la pampa (un repertorio centrado en Congreso, Los Jaivas, Inti Illimani y Quilapayún). Además, escuché los 100 casets de la Enciclopedia de los Grandes Compositores que mi padre coleccionaba semanalmente, y siempre estuve atento a bandas que usaran flauta traversa, el instrumento que yo estudiaba en esos tiempos: básicamente Focus y Jethro Tull. 

Pero cuando en 1984 vi en magnetoscopio musical selecciones del US Festival 83 (Ozzy, Scorpions, Triumph y Judas Priest), y luego un especial de Iron Maiden y otro con varias bandas metaleras del momento (Accept, Y&T, Blue Oyster Cult) mi vida cambió para siempre: la adicción musical extrema se apoderó de mi antes de cumplir 13, y me acompaña hasta ahora que estoy por cumplir 52. La canción que mostraron de Osbourne era “Crazy Train”, y en el mini especial de Iron Maiden pusieron “Run the hills”, “The number of the beast” y “The trooper”. La que más me electrifica aún es la interpretación de “Hellion/ElectricEye” por Judas Priest en ese famoso festival del cual incluso Kurt Cobain (poco mayor que quien suscribe) escribe en sus diarios: no pudo ir a ese festival que le quedaba tan lejos, pero en cambio fue en el mucho más modesto Them Festival donde vio tocar por primera vez a los Melvins. La canción no sólo es excelente en sí misma y especialmente en esa versión en vivo sino que su letra anticipaba temas como la tecnovigilancia satelital. Todo eso lo tenía grabado en una cinta de Betamax, que quien sabe dónde estará ahora.

Pero mi relación con el metal es compleja e incluyó períodos de alejamiento, aversión e incluso renegación.

Entre los 12 y 15 años mi identificación con el género era casi total: apoyaba a todas las bandas de rock pesado, desde las más clásicas (Maiden y Priest) a las más nuevas (Metallica, Slayer), las más comerciales (Ratt y Quiet Riot) e incluso a las no tan buenas que llegaron a Chile a tocar al escenario de la Quinta Vergara (Nazareth y Krokus). Nunca modifiqué mucho mi look, pero tenía algunas poleras baratas de bandas, un pañuelo de Kiss, y también un par de muñequeras con remaches pero más bien las usaba en la intimidad de mi pieza o en el living de la casa, donde me sentaba a escuchar música en el equipo de mi padre, que consistía en un tocadiscos y un doble deck para casets, que me permitía copiar todo lo que cayera en mis manos, y armar compilados.  Mi apodo estudiantil era “Pollito”, pero yo me rebauticé como “Pollo Metal”, escrito con la tipografía de Iron Maiden.

En segundo medio mis notas bajaron un poco, porque estuve semi-becado en un colegio privado que era más exigente: el British School de Punta Arenas. El que me consiguió el arancel diferencial fue mi profesor de flauta, que era profesor de música en ese establecimiento, hasta que lo echaron cuando estuvo preso por unas acusaciones de abuso sexual contra una alumna de piano. Ante la baja relativa en mis notas (creo que tuve promedio 6.2 ese año y había tenido 6.4 en 1ro medio en el Salesiano San José) mi papá culpó a la excesiva atención que le prestaba al heavy metal, y me prohibió comprar más casets. En esos tiempos recibía una mesada de 500 pesos, que se me iba completa al comprar un caset al mes. El primero que conseguí, tras largas meditaciones, fue el “Asesinos” de Iron Maiden, y regresé un mes después por “El número de la bestia” (ya dije que en esa época se traducían los títulos de álbums y canciones).  Luego de la prohibición me compré el “Made in Europe” de Deep Purple (ese no lo tradujeron) y lo mantenía escondido de mi padre para escucharlo cuando él estaba en el trabajo.

Ya en ese año de 1985 mi amigo más fanático del metal, que una vez se reventó los tímpanos por escuchar con un parlante en cada lado de su cabeza el “Kill em all” de Metallica, se empezó a obsesionar con los desarrollos más modernos y extremos: thrash y speed metal. Al poco tiempo me dijo que su primo, también metalero, andaba interesado en las misas negras. Yo no: estaba recién rompiendo con el cristianismo y no estaba interesado en nuevas religiones aunque se plantearan como “negativas”. Pero debo reconocer que cuando el profesor de música -que era evangélico- me dijo que estaba preocupado por mi nueva afición, puesto que ya no pescaba las clases de música y además lo que estaba escuchando era “satánico”, y me prestó un set de recortes de prensa que así lo demostrarían, mi interés en el Heavy Metal se radicalizó, puesto que me hacía gracia que a los adultos les asustara.  Con el puñado de metaleros que conocía (dos o tres por curso en ese colegio) tomamos nota de todas las bandas que mencionaban esos recortes de prensa, y no perdíamos ocasión de levantar la mano cornuda en cualquier ocasión que lo ameritara, por ejemplo en festivales de música de otros liceos, aunque nunca tocaron nada remotamente parecido a nuestras bandas emblema. En esos años estaba de moda Journey (“Don´t stop believing”) y Styx ("Domo arigato Mr. Roboto”).Ah: y también Michael Jackson (“Thriller”).

Una década después el gobierno democrático de Aylwin prohibió la visita de Iron Maiden, por el lobby católico y evangélico que los denunció como satánicos, una mala influencia para la juventud. ¿Cómo olvidar al sociólogo canuto Humberto Lagos –“experto en sectas” y asesor del gobierno- comentando video clips de Maiden que en rigor no asustaban a nadie excepto a los más tarados miembros de las sectas cristianas oficiales? Los progres ahora se ríen de que las esposas de los miembros de la Junta Militar a mediados de los 80 se hayan escandalizado por un clip de Queen en que aparecían travestidos, lo que causó que no los dejaran venir a tocar para no mal influenciar a la juventud chilena, tan señorita y machita. La verdad es que ambos casos son patéticos, y dan ganas de travestirse y usar cruces invertidas sólo para llevar la contra y “escandalizar al burgués”.

En 1986 llegué a vivir a Santiago. Mi banda favorita en ese momento era Led Zeppelin. Aún recuerdo que cuando celebré mis 15 años donde la familia de mi padre en el Cerro Cordillera me emborraché severamente y cuando mi santa madre me fue a acostar le pedí que dejara puesta “Escalera al cielo” en una pequeña radiocaset.

Los nuevos subgéneros del metal arrasaban: thrash, death, black, power y speed metal. Los domingos solían poner albums nuevos completos en algunos programas de radio. Pero me empecé a aburrir: al final, cada vez se trataba más de una competencia por quien hacía la intro más monstruosa, y la música me empezó a parecer monótona.  También me di cuenta que la mayoría de los metaleros eran apolíticos cuando no abiertamente fachos, y yo estaba de lleno militando en las Juventudes Comunistas, donde ya era duro ser rockero en medio de tanta zampoña y charango, y no quería tener nada que ver con ambientes políticamente ambiguos.

Me fui adentrando en el rock progresivo y la psicodelia de los 60 y 70 (Gong, Magma, Soft Machine, Can y Faust), y de ahí pasé a mi querido Rock In Opposition (Henry Cow, Art Bears, Skeleton Crew, Aksak Maboul). Por muchos años mi banda favorita fueron los Residents, y sólo me reencontré un poco con el metal extremo en los temas “grindcore” de Naked City. ¡Qué divertido resultaba escuchar a Bill Frisell y Fred Frith rockeando a lo Napalm Death!

A inicios de los 90, sin abandonar mis gustos más avantgarde, di con el hardcore punk, que no sólo me voló la cabeza sino que me sirvió como una especia de militancia político-personal en remplazo de la militancia partidista (en total dediqué 2 años a la JS, 1 año y medio a las JJCC, y como 4 años al trotskismo-morenista). En ese contexto el metal me parecía un género estúpido y abiertamente enemigo. Para peor, en la segundas mitad de los 90 la escena del Santiago hardcore estaba muy influenciada por el NYHC y su sonido abiertamente metalizado en el peor sentido posible. Así que mi hostilidad hacia el metal y las derivas metalizadoras del HC era bastante fuerte. Como dijo el amigo Weasel Walter en una entrevista, “creía en una dicotomía punk vs. metal, y me ubicaba claramente del lado del punk”.

Recién a inicios de este siglo (o en el cambio de milenio) me reconcilié un poco con el metal. Black Sabbath nunca me dejó de gustar, lo mismo Motorhead y AC/DC -que en todo caso trascienden el ámbito del metal-, y vía Saint Vitus y los discos antiguos de Melvins desarrollé un fuerte gusto por el doom: Sleep, Eyehategod y otros me hacían sentido, e incluso en la banda Niño Símbolo tratamos de crear un tema más o menos inspirado en el sonido “lento y real” (como lo definió el gran Claudio “Bachicha” Fernández de Supersordo”): “Gente fea”, con un texto muy antisocial inspirado en las Cartas del Yagé de William Burroughs y una breve y horrible estadía de 5 días en la ex Penitenciaría, donde fui a parar tras propinarle una golpiza a un skinhead nazi hacia 1998.

Fuera de esas excepciones, al igual que Walter creía que el metal era música estúpida, virtuosísimo vacío, y lo llamaba despectivamente rock pichulero (mi traducción libre de la expresión “cock rock”). Hacia el año 2012/3, cuando ya era padre, un ataque de nostalgia me llevó a conseguir algunos discos de Iron Maiden, Judas Priest y Scoprpions. Sentía que me conectaban con mi pasado, con la pre-adolescencia, y con un sonido de guitarras que hasta el día de hoy es uno de mis gustos favoritos más fijos. Porque sí: desde esas tarde de domingo en Magallanes lo que más me llamó la atención no eran las voces ni las baterías sino que los rasgueos y solos de guitarra, sobre todo en el ataque doble de Maiden, que mucho después aprendí que a su vez lo habían tomado de Thin Lizzy. Incluso al llegar a Santiago conseguí una guitarra eléctrica y tomé clases, para damre cuenta luego de que lo mío no era la guitarra sino el bajo. Mi admiración por Zappa debe haber ayudado a sentirme menoscabado en las 6 cuerdas. Tal vez hubiera sido distinta la historia si hubiera conocido a Discharge o los Ramones. Pero me cambié feliz a las 4 cuerdas, y hoy en día creo que mi amor por los saxofones frenéticos del free jazz tiene una cierta continuidad con mi viejo amor por los punteos de guitarra eléctrica.

Toda esta larga perorata introductoria tenía una finalidad: contarles que en mi actividad permanente de exploración de bandcamp hace como un mes me topé con el LP nuevo de Darkthrone, “Astral Fortress”, cuya portada parecía más crusty punk que otra cosa. Lo escuché, y algo pasó en mi interior. Se reavivó el amor por los sonidos del mejor heavy metal de todos los tiempos, y me quedé hasta ahora explorando tanto a esa maravilla de banda como otras expresiones del black metal y sus derivados. En su época escuche algo a Venom, que nunca me cautivó mucho, y trabajando hace un año en mi libro nuevo (“La religión de la muerte”, próximo a irse a la imprenta) traté de explorar algo de black metal, centrado en su conexión fascista (el infamoso National Socialist Black Metal). En ese momento temía que bandas de esa calaña me gustaran, pero quedé bien decepcionado de su fomedad sonora: guitarras super bien afinadas y melódicas, cantos guturales y exhibiciones de paganismo a la Julius Evola. Ninguna de las bandas me llamó la atención.

Pero creo que había buscado mal: la gracia del verdadero black metal escandinavo de los 90 (la "segunda ola" según dicen los entendidos, aunque podríamos decir que la primera, de Venom a Celtic Frost, aún no era BM puro) se me aparece ahora escuchando algunas recomendaciones de Walter: además de Darkthrone, los primeros discos de Immortal, Mayhem y Marduk, además de los brasileros de Sarcófago y gran parte del catálogo de Peaceville records me han mantenido muy ocupado y disfrutando de la verdadera música del demonio.

Seguiré en eso y haré un nuevo informe más detallado.

Death to false metal!

Por mientras, recomiendo estos clásicos:



Darkthrone, “Under a funeral moon” (1993)

 


Immortal, “Pure holocaust” (1993)

 


Mayhem, "De Mysteriis Dom Sathanas" (1994)

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