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viernes, diciembre 29, 2017

¿Cuestión de palabras? (G. Dauvé, 2008)// "La democracia no es para mi" (Adolescents, 1981). 



La crítica a la democracia “formal”

El análisis marxista tradicional tiene el mérito de haber hecho hincapié en que la democracia ofrece posibilidades que sólo se hacen realidad para aquellos que pueden emplearlas: en una sociedad de clases, los miembros de la clase dominante estarán siempre en una posición más ventajosa para hacerlo. (Casi) todo el mundo es libre de publicar un periódico, pero los anuncios necesarios para financiar un diario o una revista no van a ir a la prensa anticapitalista. La papeleta electoral de Henry Ford cuenta como un voto, tal y como la de uno de sus trabajadores, pero el señor Ford tendrá un mayor dominio sobre los asuntos públicos que cualquiera de sus obreros e, incluso, más que miles de ellos.

Como algunas de las anteriores, esta crítica se dirige hacia una característica fundamental de la democracia, pero su defecto estriba en que trata las formas democráticas como si carecieran de realidad, mientras que son reales, tienen una realidad propia.

Se dice a menudo que las libertades permitidas en un régimen democrático son tan sólo cosméticas: esto es cierto, pero es tan sólo una parte de la verdad. Todo el mundo sabe que la libertad de expresión favorece al abogado de negocios más que a su criada. En una sociedad desigual el conocimiento, la cultura, la política y el acceso a la escena pública son también desiguales. Pero, hoy como ayer, al utilizar y ampliar lo que les estaba permitido, los trabajadores, la gente común ha sido capaz de mejorar su situación y, de este modo, le han dado algún contenido a las libertades, que dejan de ser cáscaras vacías. Cierto, esta mejora ha sido causada más por medio de la acción directa, a menudo violenta, que por la democracia propiamente dicha. No obstante, las uniones legales, los juicios, así como las autoridades locales, los diputados o incluso los gobiernos favorables a los trabajadores, han ayudado a canalizar estas demandas, moderándolas e impulsándolas al mismo tiempo. La democracia y el reformismo llevan unos 150 años de matrimonio, aunque a menudo hayan sido extraños compañeros de cama.

Explicar que la papeleta de un obrero vale formalmente lo mismo que la de su jefe, tan sólo prueba que la autodenominada igualdad política no hace la igualdad social. Pero los reformistas nunca han dicho lo contrario. Ellos dicen: “Dado que la papeleta del Sr. Ford vale un millón de veces lo que la de uno de sus trabajadores, reunamos los votos de millones de trabajadores y seremos más fuertes que la familia Ford. Haremos verdadero el aparente poder que la burguesía nos ha concedido”. Contra el poder del capital, el trabajo tiene la fuerza del número: hablar en público, poseer periódicos independientes de la prensa burguesa, organizarse en el lugar de trabajo, reunirse y manifestarse en la calle, son cosas que después de todo se pueden hacer más fácilmente en democracia, tal y como han experimentado los explotados y oprimidos. En general, la masa de la población tiene más medios para mejorar sus condiciones de trabajo y de vida con Adenauer que con Hitler, con De Gaulle que con Pétain, con Allende que con Pinochet, con Felipe González que con Franco, etc.

Si el parlamento fuera tan sólo una farsa y la libertad de expresión no fuera más que un engaño, no habría ciertamente más de un siglo de régimen democrático debe haber servido para desengañarse...) La democracia no es un espectáculo -no es solamente un espectáculo.

¿Así que Churchill estaba en lo cierto... ?

Este breve análisis parece dejarnos tan sólo una opción, resumida por W. Churchill en la Cámara de los Comunes el 11 de noviembre de 1947: “La democracia es la peor forma de gobierno -exceptuando el resto de formas, que se han probado a lo largo del tiempo”.

Es significativo que la mejor definición conocida de la democracia se base en una paradoja, incluso en un juego de palabras. De hecho, a todo el mundo le hace gracia la cita de Churchill, y sin embargo todo el mundo la acepta, con una reserva: cada uno piensa que tiene la solución para realmente sacar lo mejor de este mal menos malo.

Es también significativo que el famoso hombre de estado británico añadiera cinismo al pragmatismo en otra cita: “El mejor argumento contra la democracia es una conversación de cinco minutos con el votante medio”. Esta segunda frase se cita mucho menos: el desdén que muestra por los actores -extras sería más apropiado- de la democracia podría desacreditar la primera definición.

Volvamos a la palabra.

Westminster no es la Acrópolis

Si situamos en su lugar, es decir, en la historia, esta realidad comúnmente llamada democracia, nos percatamos de lo pobremente que se ha adaptado esta palabra a lo que se ha referido durante un par de siglos.

Los tiempos modernos han dado un uso completamente nuevo al concepto nacido en la Antigua Grecia. En nuestros días, tanto el hombre de la calle como el académico o el activista político utilizan la palabra democracia para referirse tanto a la Atenas del siglo V a.C. como a Italia o Suecia en el siglo XXI. Gente que no se atrevería a hablar de la “economía” o el “trabajo” prehistóricos de los miembros de una tribu en Nueva Guinea, no ve ningún anacronismo en aplicar el mismo término para un sistema donde la ciudadanía supone una capacidad (teórica pero también parcialmente efectiva) de gobernar y ser gobernado, un sistema en el que, para el 99 por ciento de los ciudadanos, la ciudadanía se presenta en forma de derecho a ser representado.

Este vacío se admitía más fácilmente en los primeros tiempos. James Madison, uno de los padres fundadores de la Constitución estadounidense, diferenciaba entre la democracia, donde “la gente se encuentra y ejercita su gobierno en persona”, y la república (un término de origen romano, no griego), en la cual la gente “se reúne y administra la sociedad mediante sus representantes”. Con el paso del tiempo y el auge del Estado burocrático moderno (al que se oponía Madison), la democracia se ha convertido en un mero sinónimo del poder conferido al pueblo.

El sentido común lamenta los límites de una democracia griega cerrada a las mujeres, esclavos y extranjeros, y alaba la apertura de la democracia moderna a sectores más amplios de la población. El ideal de los demócratas radicales es una demos que recibe a todos los seres humanos que viven en un territorio dado. Olvidan que aquellos en la Antigua Atenas suficientemente afortunados para disfrutar de la ciudadanía, no eran ciudadanos por su condición de seres humanos, sino porque eran copropietarios de la polis: terratenientes, grandes o pequeños. El sistema democrático surgió como un modo de administrar lo menos problemáticamente posible las contradicciones propias de una comunidad de cabezas de familia, inexorablemente dividida por una distribución de la riqueza cada vez más desigual.

Se debe tan sólo a que estaba limitada a un grupo que compartía algo vital (una posición social superior, aunque minada por las diferencias monetarias) que la democracia griega podía permitirse ser participativa (lo cual no la salvaba de crisis periódicas). En Europa o Estados Unidos en la actualidad, nada puede compararse a la demos de los tiempos de Pericles 13. Cuando se aplica a sociedades en las que rige la relación capital-trabajo, la palabra “democracia” nos dice menos de la realidad que de lo que estas sociedades piensan de sí mismas.

¿Una cuestión de palabras?

Si queremos apegarnos a la palabra comunismo y rechazar la democracia, no es por tradición, sino por motivos históricos. A pesar de sus imperfecciones, la palabra comunismo expresa el esfuerzo de los explotados y de la especie humana por liberarse a sí misma. La palabra y la idea tuvieron significado (esto es discutible y discutido) en 1850 o 1900. La revolución fracasada en Rusia, y más tarde el estalinismo, cargaron el término de un significado totalmente diferente. Tal y como la Internacional Situacionista explicó en su momento, las palabras cautivas se convierten en prisioneras sometidas a trabajos forzados: a ellas también se las obliga a trabajar en beneficio de quienes las han capturado. El comunismo no es burocrático por naturaleza.

Por el contrario, la palabra democracia se ha distorsionado desde su retorno a la boca de los revolucionarios burgueses desde el siglo XVIII en adelante, y de la mayoría (pero no todos) los socialistas de los siglos XIX y XX. Esta distorsión no consiste en un engaño descarado como las descripciones maoístas de la vida en China, sino en un desplazamiento mental de la realidad: dado que identifica los parlamentos modernos con las ágoras de la Antigüedad y el ciudadano del siglo XXI con el ciudadano ateniense del siglo V a.C., y dado que asume que el ciudadano moderno tiene mucho más poder, comprime la historia y nos confunde.


(Gilles Dauvé, Crítica de la autonomía política, 2008. Traducción de Carlos Lagos. Publicada en “Materiales para la crítica de la democracia”, Klinamen, 2009).).

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