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martes, septiembre 29, 2015

Quien vigila a los vigilantes, x P. Dorado (1899). 

Y hablando de vigilantes, el otro día revisaba los entretenidos cuadernillos de Etcétera, y entre ellos me topé con un homenaje y selección de textos de Pedro Dorado Montero, ilustre jurista español de fines del siglo XIX y principios del XX, del cual no tenía ni la más remota idea de sus simpatías libertarias. Simpatías que le valieron algunos procesos judiciales, tal como a otro intelectual anarquizante como era en ese entonces Unamuno.

De entre los textos seleccionados, dejo acá uno publicado en su momento en la ácrata Revista Blanca (entiendo que dirigida por el señor Montseny, papá de Federica, luego anarquista de Estado durante a colaboración cenetista con la República democrática burguesa).



¿Quién vigila a los vigilantes?

La Revista Blanca (Madrid), II, 30 (15 septiembre 1899), 141-144

El gran argumento, el formidable, con que suele defenderse la organización social autoritaria es el siguiente, vulgarísimo, al alcance de cualquiera, el mismo, después de todo, que llevó a los partidarios del pacto social (que a fines del siglo anterior y comienzos del presente lo eran casi todos los escritores de lo que hoy llamamos materias sociales y políticas, como también lo habían sido, en el fondo, muchos de los siglos XVI y XVII) a formular su teoría: «Sin la autoridad se haría enteramente imposible la vida social; los hombres, lejos de respetarse y auxiliarse mutuamente, se destrozarían los unos a los otros como lobos, según ya, dijo Hobbes (1); no habría ningún bien seguro, ni la vida, ni la libertad, ni la propiedad, ni el honor. La agrupación de los hombres no sería sociedad, sería un caos.»

Claro que semejante razonamiento no es muy aceptable, y no lo es ni siquiera por parte de aquellos mismos que de él se sirven, los cuales lo emplean ad extra, podríamos decir, o lo que es igual, con respecto a otros, mas no con respecto a ellos. ¿No les vemos brincar de cólera y protestar contra las «abusivas injerencias del poder público» cuando éste, en uso del derecho que ellos mismos, sus defensores, le han concedido y reconocido previamente, legisla sobre alguna materia en sentido que a ellos no les peta, verbi gracia, lesionando sus «legítimos» intereses? ¿No dicen entonces que el gobierno de los asuntos concernientes a aquel orden no le corresponde a nadie más que a ellos, que pueden hacer Io que bien les venga, sin temor de que hayan de usar de un modo inconveniente o ilícito de sus facultades discrecionales? ¿Y no se ponen furiosos si alguien les dice que el Código penal y las demás leyes represivas han sido publicadas para ellos igual que para todos, porque a falta de tales leyes, ellos y todo el mundo harían buena la sentencia de Hobbes: «el hombre no es más que un lobo para el hombre», y se convertirían en asesinos, ladrones, estupradores, falsarios, etc.? ¿No dicen en tal caso lo que no está en su pensamiento cuando hablan de la necesidad en general de las leyes y de las autoridades, esto es, que las mismas «no han sido puestas para el justo, sino para los injustos y para los desobedientes, para los impíos y pecadores, para los malos y profanos, para los parricidas y matricidas, para los fornicadores, para los sodomitas, para los ladrones de hombres, para los mentirosos y perjuros», según los dice el mismo San Pablo (Epístola a Timoteo, I, 9 y 10), y con él muchos otros escritores, españoles entre ellos (como Cerdán de Tallada, por ejemplo, siglo XVI); y que ellos no son ningunade estas cosas, sino que, antes bien, su espíritu pertenece al de aquellos escogidos que, como San Francisco Javier, no quieren a Dios únicamente porque éste les haya «prometido el cielo», ni dejan de ofenderlo por miedo al «infierno tan temido»? No es preciso decir que el número de estos protestantes, de estos que a sí mismos se tiene por «espíritus selectos», es grandísimo, mientras es insignificante comparativamente el de los injustos, pecadores, parricidas, etc., del apóstol; ni hay que añadir tampoco que aun estos injustos, aun los más malos de los hombres, practica la casi totalidad de sus actos (paseos, compras, saludos, pagos, préstamos al vecino, viajes, etc., etc.) de su propia espontánea voluntad, sin que les fuerce nadie a realizarlos, sin que haya ley que se los imponga, como se abstienen voluntariamente también de ejecutar otros que resultarían nocivos para sus prójimos. ¡Infeliz del gobernante si su tarea fuese la de dirigir a seres inertes que, como las piedras, no se moviesen sino a fuerza y a empujones!

Pero prescindamos ahora de este género de observaciones y demos por supuestas la verdad y la exactitud del referido razonamiento. Los que de él se sirven para defender la necesidad de la autoridad y de la ley no podrán menos de hallarse con el siguiente tropiezo: Y a ellos ¿quién les vigila? Es decir, ¿quién empuja a la autoridad para que obre, y quién tiene levantado el látigo sobre ella para que no se desmande y se convierta en un lobo para sus semejantes? De no considerarla impecable (como tuvieron que hacerlo, agobiados por la pesadumbre del problema, Hobbes y Demaistre, por ejemplo), o estimar que sus órganos eran de naturaleza distinta que la de los hombres, superior a la de éstos (como sucedía cuando los reyes o caudillos eran considerados de estirpe divina o semidivina, semidioses o héroes), forzoso era buscar el modo de poner trabas y frenos a las autoridades y de pedirles responsabilidad, caso de que cometieran abusos.

La obra toda del constitucionalismo se ha encaminado a este fin. Todo el afán de los constitucionalistas ha consistido en crear un «Estado jurídico» (un Rechtsstaat, dicen los alemanes), que mejor sería llamar Estado legalizado (Gesetzstaat); es decir, un Estado en que no exista acto ninguno que no se halle previamente regulado por la ley, un Estado todos cuyos órganos tengan perfectamente trazada su esfera de acción por la Constitución y las leyes, de tal suerte, que ninguno de ellos, desde el más alto al más bajo, desde el rey al último funcionario, estén imposibilitados de hacer mal). En Inglaterra, el país clásico del sistema constitucional, el que han tomado y toman por modelo en este orden todos los otros que pretenden ser libres, se dice que el rey no puede hacer mal a nadie (the King can do no wrong), no porque sea impecable como decía Hobbes, sino porque la ley le tiene atados los brazos de tal manera, que le es imposible moverse, o moverse de otra manera que por máquina. «El rey reina y no gobierna», hemos dicho con B. Constant en el continente, traduciendo a otros términos el sentido de la frase inglesa. Y esta imposibilidad de dañar que se quiere acompañe al rey, se ha querido que acompañe igualmente a todos los funcionarios del Estado, a los que se ha pretendido por eso convertir en autómatas que puedan moverse para el bien, no para el mal. De aquí todo el conjunto de garantías legales, de equilibrios y contrapesos que forman el tinglado constitucional en los «países libres». Tinglado con el que continúan, a veces bajo la misma forma, a veces con otra algo distinta, los mismos males y las mismas arbitrariedades y opresiones que antes de que hubiera constitucionalismo, con la diferencia de que entonces no pasaba lo que
ahora, pues entonces esa opresión y esa arbitrariedad no se realizaban, como al presente sucede, «al amparo de la Constitución y de las leyes», o lo que es igual, a mansalva y sobre seguro, pues ya se sabe que «el que hizo la ley hizo la trampa», y que la ley no es más que un instrumento del que los que lo manejan hacen lo que quieren sin responsabilidad.

Precisamente por esto ha sido criticado y combatido el constitucionalismo, con no poca fortuna, por sus adversarios, principalmente por los que, desengañados de él, preconizan la vuelta al antiguo régimen. Los cuales aseguran, no sin razón, que con tanta Constitución y tanto legislar, nada de lo que esperábamos hemos conseguido, porque no hemos aumentado nuestras libertades ni nuestros derechos, o los hemos aumentado sólo aparentemente y en perjuicio. Pero estos tales no proponen como remedio la supresión de las leyes, de los mandatos y de la obligación coactiva para todos, sino sólo para los de arriba, para los que mandan y gobiernan. A su juicio, el régimen autoritario es imprescindible para la generalidad de los ciudadanos, los cuales no son capaces de cumplir sus obligaciones sino a la fuerza, y gracias al acicate del miedo; es más: los defensores de este punto de vista suelen ser los más ferozmente autoritarios; en cambio, con respecto a los vigilantes, a los gobernantes, a los que mandan, creen que no ha de exigírseles sino garantías morales, debiendo tener los sometidos a ellos confianza en su rectitud interna, en su buena voluntad y propensión al bien, en su amor a sus súbditos, aun cuando se trate de individuos depravados, de soberbia insoportable (a que tan dados son los que por azar se encuentran en las alturas, o aquellos a quien la suerte les ha favorecido para escalarlas), ineducados en el sufrimiento y la contrariedad, dados a exigir obediencia ciega, y desconocedores de lo que es la vida de los de abajo, de los humildes.

Ahora bien; yo no voy a discutir este punto de vista; me voy a contentar con hacer la siguiente pregunta: esa confianza que se tiene y se debe tener en que los de arriba no han de hacer mal uso de las facultades discrecionales que les corresponden, y que es la garantía única de su obrar, ¿no cabe tenerla con respecto a todo el mundo? ¿Por qué no, en caso de que la pregunta anterior se resuelva negativamente? ¿No somos todos hijos del mismo padre Adán, hermanos en él y en Jesucristo, dotados de la misma naturaleza? ¿O es que todo esto no son más que palabras, y nos siguen dominando las concepciones antiguas, anticristianas, que dividían a los hombres por naturaleza en castas, o que veían una dualidad irreductible, con Aristóteles, entre señores y esclavos, autoritarios y súbditos, hechos unos para mandar y para mandar nada más y siempre, y otros para obedecer nada más y siempre? Y de no ser esto así, pregunto de nuevo: ¿cómo nos las arreglaremos para vigilar a los vigilantes y encauzar forzosamente su actividad por el buen camino cuando ellos no la dirijan por él de su bueno a bueno?

(1).- El cual, supongo yo, que lo que quiso decir, aunque no lo dijo, o lo que debió decir, es que en el estado presocial los hombres se comportaban entre sí, no como lobos, sino como éstos se comportarían con los corderos en caso de que todos ellos vivieran juntos; pues todo el mundo sabe que «los lobos no se muerden unos a otros», como en general no se hacen daño ni se acometen recíprocamente los individuos de una misma especie (salvo el hombre, el «rey de la creación», hecho «a imagen y semejanza de Dios»; el hombre, que, por esto y por otras cosas, resulta el más cruel de todos los seres; ninguno de éstos hace uso, en efecto, de los martirios y de los refinamientos de tortura que con sus semejantes se ha complacido y sigue complaciéndose en emplear el hombre, hasta añadiendo, para mayor escarnio, que lo hace en nombre de la justicia y para dar a ésta satisfacción). Cabalmente por eso es por lo que las gentes, empleando un símil muy gráfico, para expresar las confabulaciones y sindicatos de los fuertes y poderosos contra los débiles, contra los corderos, sobre quienes ejercen sus opresiones y entuertos de toda clase, suelen decir de ellos que «son lobos de la misma camada».

P. Dorado 

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Foro antirepre este viernes 


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Septiembre negro/rojo, por Cristóbal Cornejo 

Se acaba este mes de mierda, y recuerdo un texto de Cristóbal sobre el tema, que de hecho debió ser la última colaboración publicada en la prensa comunista/anarquista local.

Por un septiembre negro/rojo: Internacionalismo (Publicado en Anarquía & Comunismo N°2, primavera 2014).

Septiembre para quienes nacimos y vivimos en la región chilena es un mes especial. Porque, por un lado se conmemora el 11 de septiembre, fecha en que el bloque amenazado por la Unidad Popular aprovechó las fisuras y medias tintas del gobierno de Allende, masacrando a miles de proletarias/os desarmados, que se habían entregado a la esperanza revolucionaria desde el aparato estatal. Esa fecha inicia la edificación del actual estado del capitalismo en Chile: neoliberal, del que este país es alumno aventajado. Por otro, una semana después se celebran las fiestas de la Patria, que festejan curiosamente una supuesta independencia que en realidad respaldó a la Corona española en un Cabildo compuesto de representantes de la oligarquía de la época. Además, el impulso de la fecha da para homenajear a las Fuerzas Armadas y sus “glorias”, que siempre han defendido los intereses burgueses, ya fuesen locales o foráneos.

Para el ciudadano común, estos días son espacios de recreación y consumo, conciencia más, conciencia menos de la historia. Para los que queremos amargar los dulces terremotos, son el espacio que el Poder otorga para descomprimir a las y los explotados, reproducir la fuerza de trabajo, y de paso potenciar el orgullo nacional. O sea, una operación ideológica de lo más reaccionaria.

En el caso del 11, el bloque dominante se mostró en concordancia internacional. La burguesía estadounidense apoyó materialmente a la burguesía local, en pos de cuidar los mismos intereses en una época de guerra política declarada. En el caso del 18, el Estado utiliza la ideología de la Unidad Nacional (en un contexto de confusión y manipulación producto de una bomba que ha dañado personas, cuya autoría nadie ha reconocido) para celebrar la encomiable gallardía de aristócratas criollos y militares cuya carne de cañón es “el roto”, sangre proletaria siempre dispuesta a ser derramada porque así lo dicta la lógica de los generales y gobernantes. Porque no vale nada.

Mientras miles de explotadxs comen kilos de sufrimiento, se embriagan con licores vendidos por la familia Luksic, y bailan la patriarcal danza nazional, las y los proletarios rabiosos, las y los explotados que, hartos de los espejismos y espectáculos, hemos pasado al ataque, propagando la crítica de raíz contra todo lo existente, construyendo el comunismo y la anarquía desde la propia cotidianeidad, saludamos las banderas del internacionalismo. En septiembre y siempre.

Porque la clase dominante no reconoce fronteras a la hora de cuidar sus intereses, debemos ser más astutos y asumir que nuestra autodefensa y ataque debe ser a escala internacional. Partiendo desde nuestra realidad más cercana, pero con el horizonte en la comunidad humana mundial.

Nuestros problemas son similares, la raíz es la misma. Tenemos más en común con los explotados fuera de nuestras fronteras que con la burguesía local, por mucho que tengamos impresa a fuego una misma bandera, un himno, un puñado de héroes. Debemos estar claros: La revolución sólo tendrá un porvenir si es a escala internacional. No queremos países “liberados”, “zonas autónomas” o “experimentos”. Somos tercos, porque estamos convencidos: La revolución es global, la hace el proletariado (conjunto de trabajadorxs que no tienen más que su fuerza de trabajo para sobrevivir, más allá si se desempeña como maestro albañil o burócrata de la administración) y se hace hasta el fin.


Frente al espectáculo nacional, internacionalismo proletario y combativo.

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miércoles, septiembre 16, 2015

Septiembre da asco/J. Flores desde Santiago 1 


Nada es casual. Hablando de banderas chilenas y la manera en que son usadas correctamente por la juventud subversiva a lo menos desde hace 20 años, Publicación Refractario ha subido esta hermosa foto y la declaración más reciente del compa Juan Flores. Acá va:
El enemigo es el poder, mediante la reverencia que este hace a la sociedad neoliberal burguesa/ post dictadura militar/ actual estado policial, de igual manera todo organismo represor es considerado tambien nuestro oponente, carabinerxs de chile, policia de investigaciones y gendarmería de chile, estas instituciones son las encargadas de mantener su denominada paz social, asi mismo avalar, defender y perpetuar los intereses económicos del sistema capitalista.
Los ecos retumban entre las murallas, edificios, comisarías, calles y en cada rincón del territorio dominado por el estado chileno, ecos de gritos ensordecedores a raíz de abusos y vulnerabilidades, ecos de gritos provocados por la servidumbre militar, ecos y gritos de torturados, ejecutados, asesinados y desaparecidos…dejo en claro desde ya!!! Allende no me va!!! Ni me viene!!! No es mi compañero!!! me da igual su imagen representante del lado radical de la izquierda socialista y mas aun de sus tres años de gobierno popular, para mi el 11 de septiembre es una instancia mas para legitimar la imagen de aquellos individuos que vivieron esa experiencia represiva, ese periodo de violencia por parte del poder, la dominación de Pinochet se mostró abiertamente, detenciones, asesinatos y desapariciones, esto mas aun de manera selectiva sobre aquellos grupos político/militar contrarios al regimen del dictador, es por eso que en esta instancia reivindico y legitimo con amor subversivo, la imagen de aquellos que no se sometieron durante los 17 años de dictadura, aquellos que operaron en el frente, en el Lautaro, en el MIR., a los compañeros de la v.o.p., al “Papi” Pantoja, a Tamara y José Miguel, a Eduardo, Rafa, Pablo y Aracelli, y chuta son muchos, pero en este presente, en nuestro presente, en mi presente, estan en mi corazón, infinitamente lejos del silencio y de la indiferencia en este mes teñido de sangre.
En las calles ya se debe sentir el hedor a putrefacto a patria, ese estupido/ridiculo orgullo nacional emanado por la mayor parte de la ciudadanía, junto a sus despreciables costumbres (rodeo, fondas, ramadas, parada militar, etc.)… ya debe verse ese asqueroso tricolor en las calles, esas banderitas izadas en los techos de las casas… Guaggkkk!!! Se me retuerce el estomago de asco
A 42 años del golpe fascista.
A 1 año de nuestro secuestro.
Nada de fiesta…ni de celebración.
Juan Alexis Flores Riquelme
Modulo 1
Santiago 1

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lunes, septiembre 14, 2015

"Bandera y capuchas". Recuerdos de Macul con Grecia en los 90. Tomado de por ahí... 

Impresionantemente bien escrita cobertura de uno de los sucesos más memorables que recuerde de mi juventud. Así se hace. Escribir para no olvidar, y de paso desmitificar todo. Acá les va. Disfrutar con una buena bebida a mano: 



Bandera y capuchas.


[No era fácil ser adolescente en el chile de los 90s. Tenías inquietudes políticas pero la mayoría prefería la política de los consensos de la transición donde víctimas y victimarios se abrazaban para celebrar la maravillosa democracia. A fines de cuentas eran siempre las mismas familias que seguían siendo dueñas de todo, hermanos y primos que se peleaban entre sí por años pero después se volvían a reconciliar. No era fácil ser adolescente en el chile de los 90s. Lo que quedaba de resistencia a la dictadura y al capitalismo era asesinada o encarcelada… tampoco lográbamos entender las enredadas siglas de la cada vez más atomizada ultraizquierda… Decidir ser rebelde era ser huérfano de toda dirección política y militante… mirábamos con desconfianza también a algunos hippies que volvían del exilio diciendo ser anarquistas. No era fácil ser adolescente en los 90s, cuando toda la cultura de izquierda estaba impregnada de ese folclore de mierda desteñido, de zampoñas, bombos, charangos y guitarras, que veían como expresiones del imperialismo todo lo que fuera ruido de guitarras eléctricas, bajos y baterías, sea hxcpunk, metal o rock’n’roll en general… que era lo que más nos gustaba.]

-Y ahora que hacemo’? – dijo Vicho después de escupir el último amargo sorbo de “yugoslavo”. Así llamaban al brebaje que tomaban, mezcla de cerveza y vino blanco.
-Vamos a cachar si encontramo’ una we’a abierta!- respondió uno que se encontraba más despabilado que el resto.

Corría el mes de septiembre de año 1993 en Santiago. Era una noche de ese regado mes y Vicho se encontraba chupando con sus amigos, en un populoso barrio de la capital. Eran pasadas las doce y al acabárseles el copete decidieron salir en busca de una botillería abierta o algún clandestino donde poder saciar su infinita sed. Al recorrer el barrio, un barrio de casa bajas y muchos sitios eriazos, vieron un gran trapo tricolor que colgaba del mástil de una de ellas. Envalentonado por el vino, Vicho, que era el más liviano, se subió arriba de los hombros del Kamon, el más corpulento de sus amigos. Se colgó de la bandera que cayó al suelo con mástil y todo. Se salvaron de que no les pegara en la cabeza o en otra parte del cuerpo pero provocó un ruido que despertó a los dueños de casa. Un gordito de rulos los salió persiguiendo con los restos del mástil, en piyama y con pantuflas de patas de tigre, por lo que nunca pudo alcanzarlos. Los vieron alejarse, escucháronse sus risas burlonas, brincando como babuinos en estampida.
         Aún estaban en el colegio y no les gustaba ningún deporte en especial. En cambio, una de las cosas que más les gustaba hacer era encapucharse. Eso que en ese tiempo era considerado una locura: salir a la calle a enfrentarse a los pacos con botellas llenas de bencina, aserrín y aceite quemado y prender neumáticos. No era cosa fácil, ni se podía hacer en cualquier lugar.  Sus gustos estaban lejos de ser el pasatiempo de una generación intoxicada en la estupidez de las nuevas ondas de la democracia. Lo de ellos era considerado fuera de lugar, de gente que se había quedado en el tiempo de la dictadura, que no correspondía en el nuevo país que de la transición que buscaba “cerrar heridas” y entrar de lleno en el siglo XXI. Era el país de los acuerdos, mientras en las canas se encerraba a lo mejor de la juventud, perseguida por los aparatos de seguridad ahora en manos de socialistas y demócratas cristianos, una evidencia más de que esa transición era una pura pantomima. La gente “alternativa” esperaba que ocurriera el famoso destape y que hubiera un gran auge cultural, cosa que nunca ocurrió. La mayoría de la gente estaba embobada viendo la basura que llegaba del país del norte. Sólo un puñado reducido compartía los gustos de nuestros amigos.
Unos días antes del 12 de octubre se haría una “salida a la calle” en unas de las pocas universidades donde aún seguían habiendo disturbios: El Pedagógico. Aquel día Vicho y Kamon se habían hecho la cimarra. Se fueron con ropa de cambio y con la bandera en la mochila en dirección al Peda. Sabían que si había algo que realmente hería la sensibilidad del común de la gente era tocar un sentimiento que alcanzaba a casi todos: el patriotismo. También, a su corta edad había entendido que la patria chilena se había levantado sobre el aplastamiento de otros pueblos y culturas, por lo que consideraba muy apropiado quemar una bandera tricolor para ese día en repudio a esa celebración pro blanca (en ese tiempo aun le decían el "día de la raza", nunca se supo a qué raza se referían). Llegaron a la esquina de Macul con Grecia, entraron al campus y se cambiaron de ropa antes de juntarse con sus secuaces. Todos ellos eran más grandes y ya habían salido de la secundaria y no todos eran universitarios, ellos eran los únicos que andaban con uniforme. Esto último les costaba la burla de sus mayores.
Comenzaron a juntar el material para salir a la calle: neumáticos, piedras, restos del mobiliario del campus y el tronco que servía para romper el muro que separa el campus de la calle Grecia. También, fabricaron molos y bombas de pintura. En ese momento de su vida aún no se atrevían a lanzar molos. Quizás por eso me preocuparon más del “acto simbólico”. Tenían la bandera guardada para sacarla en el momento adecuado, asunto que ya había sido conversada con el resto del grupo. Se asomaron por arriba del muro y se hacían señales con los que estaban en la facultad del otro lado de la calle. Hicieron el maldito agujero del muro, lo que les llevó un rato ya que la universidad se dedicaba a reforzar la muralla después de cada disturbio en que se hacia el famoso hoyo (Muro de mierda! con el tiempo comenzó a parecerse al que está en Gaza). Salieron a la calle e hicieron barricadas. Después de un rato, llegaron los pacos y la prensa televisiva y escrita. Comenzó el tira y afloja con la policía, mientras la prensa filmaba y sacaba fotos. Lacrimógenas y balines venían, molos y piedras iban.
En el momento en que estaba la tele filmando decidieron sacar la bandera y prenderle fuego. Antes de eso se había prendido fuego a una bandera yanqui y española, lo que había generado gritos antimperialista e insultos anti 500 años. Cuando vino su momento rociaron de bencina la bandera chilena y cuando se acercaba el encendedor a la tela comienzan a increparlos un grupo que también estaba en las barricadas. Todos sus integrantes estaban uniformados bajo una capucha roja y negra muy bien cocida. En cambio, el grupo de Vicho y Kamon todos tenían capuchas hechas de poleras rotosas.
- ¡Es la bandera por la que murió Miguel Enríquez!- gritaba el que parecía el jefe de esa cuadro de pseudoguerrilleros. El resto también les gritaba cosas que no lograban entender.
Algún insulto irreverente se escuchó de vuelta, junto con alientos para que le prendieran fuego de una vez y la cosa se armó.
Trataron de quitarles la bandera. Comenzó el intercambio de patadas voladoras y cachetazos entre los dos bandos. Por un lado estaban los capuchas bonitas y, por el otro, los capuchas feas. Bueno… para los pacos, la tele, y la gente que pasaba por el lugar, todos eran feos. Pero ganaron los capuchas feas y pudieron seguir con su acto de desprecio, sin antes recibir feroces amenazas que alumbraban fierros y la prohibición de entrar a un famoso barrio de izquierda, terminando con un “¡¡esto no se va quedar así!!”. La bandera en manos de nuestros amigos y ardió en pocos segundos. El bando de capuchas bonitas se replegó al lado por donde habían salido los que prendieron la bandera, por lo que no podían volver por ese lado ya que los otros estaban realmente enojados. Tuvieron que aperrar y cruzar la avenida Grecia hasta la otra universidad, cosa que no era tan fácil cuando disparan balines y lacrimógenas al cuerpo. Por suerte ese día salieron todos ilesos pero con más enemigos que antes.

Por la noche, ya en sus casas familiares, esperaban expectantes que apareciera lo ocurrido en las noticias. Sólo apareció una breve nota de disturbios provocados por encapuchados en las inmediaciones del ex pedagógico. La teleaudiencia no pudo ver ni la pelea, ni el acto iconoclasta de los adolescentes.

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viernes, septiembre 04, 2015

2 actividades para este fin de semana de mierda 






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jueves, septiembre 03, 2015

B.Traven/Ret Marut, Diplomáticos 


Somos de los que sostienen que Ret Marut y B. Traven son la misma persona.

Fue el editor de la publicación Der Ziegelbrenner en la Alemania revolucionaria proletaria de hace 100 años.

Luego escribió montones de excelentes libros, la mayoría de ellos en México. El barco de la muerte. El tesoro de Sierra madre. La rebelión de los colgados…etcétera.

Quimantú editó “La rebelión…” en 1972, y decía ser la primera edición chilena de dicho misterioso autor. Pese a que en la introducción de Vicente Reyes citan al autor diciendo que la B. no es por Bruno ni por Ben ni Benno, en la página 3 al lado del título dice Bruno Traven.

Reyes toma con reserva lo que a nuestro juicio es claro, cuando alude a “la tesis de que el escritor vivió en Alemania en la época de la Primera Guerra Mundialbajo el nombre de Ret Marut, de que desarrolló intensa actividad revolucionaria durante los efímeros Soviets de 1919 en Baviera y de que emigró a América bajo otro nombre, perseguido por la policía, en los años 20”.

En España, los compas de Etcétera (correspondencia de la guerra social) editaron un breve pero interesante folleto de nuestro héroe proletario, “Diplomáticos”, acompañándolo de esta breve presentación:

“B. Traven fue un autor oculto. Varios libros se han dedicado a indagar acerca de quien se escondía tras los diferentes sinónimos que utilizó a lo largo de su vida (Ret Marut, Traven Tosvan, Croves,...). En cualquier caso, se trataba de una ocultación consecuente en alguien que opinaba que un escritor no debería tener otra biografía que sus libros.
Activista político durante la segunda década de este siglo, se vio obligado a abandonar Alemania para evitar la represión que se desencadenó contra los revolucionarios que, de un modo u otro, habían participado en la República de los Consejos de Baviera (1919). Se instala en Chiapas (México), donde desarrolla una continuada actividad literaria hasta su muerte en 1969. Sus cenizas fueron esparcidas en la selva de Chiapas.
El conjunto de la obra de Traven es una constante fustigación de los vicios de la civilización: el dinero, la ambición de poder y riqueza, el nacionalismo, las fronteras, la burocracia, la contradictoria voluntad de sumisión, etc.; y una resuelta defensa de los indígenas de la región de Chiapas, donde se localizan la mayor parte de sus relatos.
De su extensa obra, escasamente difundida en España, se pueden destacar El barco de los muertos, El tesoro de Sierra Madre, que sirvió para el guión de la película del mismo nombre dirigida por John Houston, El puente en la selva, La carreta, y El árbol de los colgados”.

A continuación, el texto:



Bajo el reinado del dictador Porfirio Díaz no quedaban en Méjico ni bandidos ni rebeldes ni salteadores de trenes. Porfirio Díaz había limpiado el país de rebeldes de una manera muy sencilla y perfectamente dictatorial: había prohibido a los periódicos que publicaran ni una sola palabra sobre asaltos a mano armada a no ser que se lo pidiera de manera expresa el gobierno. Podía suceder que en un momento dado, a Porfirio Díaz le interesara que se hablara de ataques a trenes y de bandolerismo. Para esto mandaba a un general con tropas al lugar para utilizarlo con el objetivo político concreto de mantenerse en el poder. A él se debería el mérito de haber acabado con los bandidos. Lo que conllevaba para este general algunos flecos que podían cifrarse en decenas de miles de dólares. Una vez que el general había solucionado el problema -y embolsado el dinero que los comerciantes de la región debían pagar para financiar la guerra contra los malhechores según las cuentas que les presentaba el mismo general- todo el mundo se hacía eco de que el gran estadista Porfirio Díaz había, una vez más, limpiado con mano dura el país de malhechores y que los capitales extranjeros estaban tan seguros en Méjico como en los mismísimos cofres del Banco de Inglaterra. Algunas decenas de malhechores habían hallado la muerte, muchos de estos “malhechores” no eran otra cosa que simples trabajadores agrícolas que se habían manifestado contra la opresión de los latifundistas. Los periódicos publicaban una lista de unos cincuenta nombres de otros tantos malhechores pasados por las armas para ayudar al general a cobrar su parte. Estos nombres parecían reales. El único inconveniente era que se habían sacado de sepulturas antiguas o simplemente se habían inventado. En aquella época se desaparecía en Méjico de manera más fácil que hoy en día: financieros, directivos o ingenieros de grandes compañías norteamericanas eran secuestrados en las montañas bajo la amenaza de ser cortados a trocitos si no se pagaba en un plazo de seis días el dinero de su rescate. Porfirio Díaz pagaba siempre el rescate con la intención de que la prensa norteamericana no se enterara y para evitar que los capitales extranjeros se asustaran. Además se daba a la persona liberada una suma “arreglada” por el mal rato pasado y para comprar su silencio. Pero Porfirio Díaz no sacaba este dinero de su bolsillo ya que si hubiera actuado de esta manera no hubiera sido digno de la reputación que tenía de administrar el tesoro del Estado con un extraordinario sentido del ahorro. Para esto hacía pagar a las mismas compañías norteamericanas el desembolso que había hecho en provecho de las mismas -o mejor dicho, en beneficio de sus empleados liberados. Vendía a un precio alto, a estas compañías, concesiones particulares o tierras comunitarias que quitaba a los indios. De esta manera hacía dos nuevos amigos partidarios de su dictadura. Uno era esta compañía americana favorecida, otro, el gran terrateniente mejicano para el que la supresión de las tierras comunitarias se traducía en un nuevo contingente de ilotes obligados a trabajar por tres centavos “de sol a sol”.
Lo que no cuentan los periódicos, no existe. Y más en el extranjero. Esta es la razón por la que un país puede continuar gozando de buena reputación. Todos los dictadores utilizan la misma receta. Hoy, como entonces, todos los periódicos de Méjico se hallan, sin ninguna excepción, en manos de los conservadores, en manos de los que pertenecen a esta clase que saluda la dictadura de Porfirio Díaz como “la edad de oro de Méjico”. Como esta clase empieza ahora a tambalearse en Méjico a causa de los golpes recibidos por parte del proletariado indio o semi-indio, sus periódicos están llenos de historias de malhechores, de rebeldes y de ataques a los trenes; aplaude cualquier despreciable asesino o infame general con tal de que sea capaz de originar problemas al gobierno actual. En el Méjico de hoy, si hacemos caso a estos periódicos, diariamente se halla en peligro la gran libertad de prensa. Sin embargo, bajo la dictadura de Porfirio Díaz no se hablaba nunca de esta amenaza, aunque existiera, para no hablar de los malhechores. Ya que entonces existía la verdadera y justa libertad de prensa, la única que vale la pena, la que está al servicio de la clase capitalista y sólo se tolera si se halla a su servicio. Aunque Porfirio Díaz eliminó todos los malhechores con este método sencillo y eficaz, sucedía que pasaban cosas desagradables que amenazaban con derrumbar su impresionante edificio -este edificio tan bonito y racional que ni un Potemkin hubiera sido capaz de construir.
Se iba a firmar un nuevo tratado comercial entre Méjico y los Estados Unidos -a no ser que fuera una ampliación del anterior. Ante asuntos de tal envergadura, Porfirio Díaz se consideraba invariablemente como un gran hombre de Estado, persuadido de ser en todo momento el más astuto; pero al final, si se analizaba bien el tratado en cuestión y sus consecuencias, siempre era Méjico el que salía perjudicado.
El gobierno de los Estados Unidos envió a uno de sus mejores diplomáticos en materia de comercio; ya que Méjico ha sido considerado por parte de los Americanos como uno de los países más importantes en lo que respecta a las relaciones comerciales con los Estados Unidos. Méjico será para la eternidad -incluso más en el futuro que en el pasado- el país más importante para los Estados Unidos. Más importante que la totalidad de Europa. Porfirio Díaz, con el propósito de dorarle la píldora que le iba a hacer tragar al diplomático del gobierno norteamericano y también para demostrarle el grado de opulencia de Méjico y de sus habitantes – de hecho la clase superior representa sólo un cero cinco por ciento de la población – ricos, cultivados y civilizados, organizó una recepción en honor de su invitado.
Pocos hombres han sabido organizar fiestas como Porfirio Díaz. La fiesta que organizó en 1910 para celebrar el “Centenario” de la independencia mejicana se cuenta entre las fiestas públicas más fastuosas que jamás se hayan organizado en el continente americano, o incluso en el planeta. Todo brillaba con un oro destinado a deslumbrar a los visitantes de los países extranjeros. Nunca se ha calculado cuántos millones de dólares costó esta fiesta al pueblo mejicano. Los invitados no podían mirar otra cosa que no fuera esta fachada cubierta de oro. Se habían tomado todas las precauciones, con gran habilidad, para que ningún extranjero se diera cuenta de lo que había escondido detrás: el noventa y cinco por ciento del pueblo mejicano vestía harapos, el noventa y cinco por ciento de la población andaba sin botas ni zapatos, el noventa y cinco por ciento del pueblo sobrevivía a base de tortillas, frijoles, chile, pulca y té hecho con hojas de árboles, más del noventa y cinco por ciento de la gente no sabía leer y aún menos escribir su nombre. ¿En qué lugar semejante fiesta hubiera podido celebrarse en el conjunto del mundo civilizado?
¿En qué quedaban los faustos de un príncipe Potemkin comparados con los de Porfirio Díaz? Era como la música de un pobre músico de pueblo comparada con los cobres ensordecedores de una orquesta. Y el jefe de esta orquesta se hacía colgar de su pecho, para estas ocasiones, tal cantidad de condecoraciones y medallas que sesenta vagones de mercancías no hubieran sido suficientes para transportarlas. Esto sí que era una verdadera edad de oro.
Hay que reconocer que Porfirio Díaz era un experto en fiestas: Y la que dio en aquella ocasión en honor de este diplomático norteamericano algunos años antes sólo fue como el aperitivo de la actual explosión ostentatoria.
Se desarrolló en Méjico en el castillo de Chapultepec. Este castillo fue prácticamente abandonado después de la Revolución. Muy de vez en cuando se celebra alguna fiesta, ya que el pueblo mejicano tiene otras prioridades que ocuparse de festejos. De hecho, el castillo no es otra cosa que un museo para turistas extranjeros interesados en ver la cama de la emperatriz Carlota y de comprobar si no era demasiado dura para ella. Era también la residencia de verano del emperador de los Aztecas, de quien todavía puede verse el baño, debidamente restaurado. Aunque el castillo es la residencia oficial del presidente de la República mejicana, después de la Revolución raramente pernoctan allí. El presidente Calles nunca lo ha utilizado, vive en las proximidades en una casa modesta.
Pero durante la época de Porfirio Díaz se llevaba un gran tren de vida y mucho jolgorio en el castillo de Chapultepec. Quería mantener contenta a la aristocracia, poco numerosa pero cómodamente instalada, y darle satisfacciones para mantenerse en el poder, de la misma manera que otros dictadores se hacen apoyar por el Papa cuando los capitalistas empiezan a darse cuenta de que sus negocios peligran y que una dictadura tiene también ciertos inconvenientes. Sólo la crema de la alta sociedad de Méjico fue invitada a la fiesta dada en honor de este diplomático con el fin de reforzar la impresión de elegancia, de civilización, de cultura y de opulencia de los mejicanos. Por doquier resplandecían los uniformes de los generales. En el centro, Porfirio Díaz en persona, cubierto, recargado y lleno de galones y condecoraciones de oro, parecía un mono sabio interpretando el papel principal de una opereta burlesca en el fondo de cualquier fabuloso país de los Balcanes. Las mujeres iban sobrecargadas de joyas, como los expositores que hay en las vitrinas de los joyeros de una de las calles más elegantes de París entre las dos y las seis de la tarde. En resumen, era la sociedad más escogida de la que podía presumir Porfirio Díaz.
No era la primera vez que este diplomático norteamericano debía negociar y ratificar un tratado comercial con un país extranjero. Algún tiempo antes había concluido de manera satisfactoria este mismo tipo de tratado entre Inglaterra y su país. Durante esta negociación, sin que ni él ni el gobierno norteamericano se dieran cuenta, Inglaterra se había llevado la mejor parte, como en todos estos negocios. Deseoso de distinguir y honrar a este diplomático norteamericano por el buen trabajo, deseoso de hipnotizarlo durante el tiempo de la firma del tratado y la ratificación por los parlamentos de ambos países, el rey de Inglaterra le recibió en audiencia privada; dado que no podía concederle ningún título nobiliario -no era la manera de seducir a un buen republicano norteamericano- le regaló un reloj de oro cubierto de diamantes, con una aduladora dedicatoria a su gloria y adornado con el monograma de Eduardo VII rey de Inglaterra y emperador de las Indias.
El diplomático estaba muy orgulloso de este reloj, como cualquier norteamericano se sentiría orgulloso, como buen republicano, de que un rey le coloque cualquier condecoración en el ojal de su vestido, ya que esto se traduce en una gran noticia para todos los periódicos americanos.
Durante la fiesta, el diplomático, de manera absolutamente natural, hizo admirar su reloj a don Porfirio. Este se sintió halagado por el hecho de que el gobierno americano enviara a Méjico un diplomático de tan alto rango, distinguido de tal manera por el rey de Inglaterra, para negociar un nuevo tratado comercial: era la demostración de que se le tenía por alguien muy importante, digno de ser tratado en pie de igualdad con un monarca. Era una manera de atraerse a Porfirio Díaz y hacerlo acomodaticio en todo, rasgo bien conocido por todos los gobiernos extranjeros y sus diplomáticos y del que se aprovechaban sin rubor, para desgracia del pueblo mejicano. Porfirio Díaz no era otra cosa que un advenedizo, como la mayoría de dictadores y un hombre a quien la aristocracia de su país no consideraba como alguien suyo, ya fuera por su origen, su familia, su educación, su fortuna o sus cualidades. La cualidad que tenía más desarrollada era la vanidad.
Observando el reloj, pensaba en la manera cómo iba a superar el regalo del rey de Inglaterra, para que todo el mundo oyera hablar de él y llegara dicha noticia a todos lados.
El reloj se convirtió, evidentemente, en el punto de mira de todos los generales presentes y objeto de unánime admiración.
Una vez finalizada la ceremonia de los saludos y demás formalidades de presentación, se dirigieron hacia el gran banquete en el que se pronunciaron cuidados discursos relativos a las excelentes relaciones que Méjico mantenía con los Estados Unidos y con el resto de países del mundo y durante los cuales los diplomáticos presentes asintieron fervorosamente dado lo que valoraban esta Edad de Oro de Méjico, y aún más, a aquel que era para ellos su único responsable, o sea don Porfirio.
Una vez finalizado el banquete, la atención se dirigió hacia el baile de gala, organizado como se hacía en las recepciones de los ministros plenipotenciarios en París. Don Porfirio despreciaba todo lo mejicano o indio y admiraba todo lo que olía a perfume francés o se parecía a la corte de Viena. Esta admiración, a veces daba como resultado una completa inactividad, véase como ejemplo la ópera de Méjico.
Durante una pausa en el baile, el diplomático americano se dio cuenta, de repente, que su precioso reloj no se hallaba donde lo había dejado. Después de haber repasado cuidadosamente todos los bolsillos de su traje, no lo encontró. Un examen más preciso le hizo descubrir que habían cortado muy delicadamente la cadenita de oro a la que estaba unido el reloj, y como descubrieron más tarde los detectives, con la ayuda de unas tijeras de uñas.
El diplomático americano tenía suficiente tacto como para saber que no se debe provocar ningún incidente por la desaparición de un reloj de oro ordinario durante una fiesta diplomática como aquella. Como mucho se avisa al maestro de ceremonias. Si se recupera el reloj muy bien, y si no, se pasan los gastos al ministerio de Asuntos Exteriores. Son cosas que suceden de manera más habitual de lo que puede imaginar cualquiera que no haya sido invitado nunca a una recepción diplomática; ya que los diplomáticos tienen también, más a menudo de lo que pudiera imaginarse, problemas de dinero que se ven obligados a resolver con métodos algo distintos a los que deberían regir en los bailes diplomáticos. Los diplomáticos son humanos. Y cuando el trabajo consiste en enredar hábilmente al prójimo -y a menudo a todo un pueblo- no es difícil para alguien que es intrigante mirar para sí. Durante las recepciones diplomáticas se pierden suficientes collares de perlas, brazaletes de diamantes y relojes de oro que justifican suficientemente la existencia de “cajas negras” en el ministerio de Asuntos Exteriores. Las mujeres de los diplomáticos no poseen todas el suficiente tacto, ni dinero, ni recursos como para resignarse a la pérdida. Poco les importa la carrera de su marido cuando el collar vale diez mil dólares y amenazan con organizar un escándalo y avisar a la prensa.
¿Qué le queda hacer al Ministerio?
Restituirle el collar.
Pero el reloj del que hablamos no podía sustituirse. Que un diplomático otorgue tan poca importancia a un regalo ofrecido en propia mano por el rey de Inglaterra llegando a perderlo es casi un crimen de lesa majestad, capaz de hundir su carrera y su honor.
No se le puede suponer a un diplomático americano el mismo tacto que a un diplomático francés, inglés o ruso. El francés vería en ello una ocasión para disertar sobre el arte y la manera de perder uno su reloj y saldría del apuro mediante una respuesta espiritual de una finura y elegancia tales que más bien le serviría en su carrera que lo contrario. Pero nos hallamos en un medio de principiantes y aprendices de donde proviene el alboroto que estamos narrando. Dicho de otra manera, este diplomático pretendía imponerse en sus círculos gracias al reloj. Sin el reloj no tenía nada que probara que había sido honrado con una audiencia privada por el rey de Inglaterra. Nadie se toma la molestia de guardar todos los periódicos con la finalidad de confirmar esta afirmación. En el club, nadie. Por otro lado es fácil hacerse escribir un artículo laudatorio por un aprendiz en un periódico por dos dólares.
El diplomático norteamericano se dirigió directamente a don Porfirio con la arrogancia brutal que caracteriza a su pueblo, y le solicitó una entrevista mediante su secretario que hablaba español.
“Disculpe, don Porfirio, le dijo, siento molestarle, pero acaban de robarme en este mismo lugar, en la sala de baile, el reloj que me regaló el rey de Inglaterra.”
Don Porfirio ni tan siquiera parpadeó, ni se puso a gritar: “¡Es imposible!” o “Usted debe estar equivocado”, dado que conocía a sus parroquianos y sabía mejor que nadie que los bandidos, eliminados en los periódicos, no lo habían sido en otras partes. Si hubiera pretendido eliminarlos habría tenido que empezar fusilando a todos sus generales, gobernadores, alcaldes, procuradores y secretarios de Estado. Y si hubiera hecho fusilar a todos los malhechores que había en su reino, no hubiera quedado ni un solo mejicano para gobernar, ya que la clase dominante se veía empujada por su insaciable avaricia y la clase dominada por el hecho de su terrible miseria.
Porfirio Díaz se apresuró a contestar: “ No se preocupe, Excelencia, se trata evidentemente de sólo una broma. Le doy mi palabra de honor que su reloj estará otra vez entre sus manos en menos de cuarenta y ocho horas.”
Palabra de honor del presidente. Porfirio Díaz podía, con total tranquilidad dar su palabra de honor ya que, como maestro de todos los malhechores y espabilados, era mejor conocedor que cualquiera de todos sus golpes y trampas. Porfirio Díaz, él mismo genial estafador en todos los negocios que no fueran los del tirón, no tardaría mucho en encontrar el reloj.
Acabó despidiéndose del diplomático con todo tipo de palabras corteses, sin citar para nada el incidente. Pero en cuanto no estuvo rodeado más que por sus familiares, don Porfirio se dejó llevar por una cólera negra, una de estas cóleras de las que sólo él era capaz, la cólera de un dictador cuya impostura está a punto de ser descubierta.
“El viejo vuelve a tener su crisis” murmuraban los sirvientes asustados, temblando al pensar en lo que les esperaba en cuanto acabara el baile. Eran más temibles los excesos de cólera del dictador que los terremotos. Era más brutal que un viejo gato salvaje enfurecido.
De una cosa estaba completamente convencido: de que el autor del robo era y no podía ser otra cosa que mejicano. Y él sabía cómo había que tratar a los mejicanos “espabilados”.
Si el autor había sido alguien del servicio, era ya demasiado tarde para pensar que la corte de detectives presente en el salón fuera capaz de impedir que saliera del castillo. Si el personal de servicio era el autor del robo, los detectives no servían para nada: el reloj ya habría salido del castillo durante este tiempo. También había podido ser un detective el autor del robo. No se podía estar seguro de que no se apropiaran de algo que se encontraran. Porfirio Díaz había incorporado entre los detectives un gran número de malhechores, autores de tirones, asaltantes de caminos con el convencimiento de que los propios malhechores son mejores perseguidores de ellos mismos que la gente honesta.
Era poco probable que se hubieran arrancado los diamantes o que se hubiera sacado el marco para venderlo de manera más fácil, ya que esto le hacía perder gran parte de su valor. Había que prever que limarían la inscripción grabada antes de venderlo. Sin esta inscripción era evidente que perdía todo valor para el diplomático. Don Porfirio hubiera podido encontrar sin ninguna dificultad un reloj de oro con diamantes incrustados si esto hubiera podido convencer al diplomático, pero tal como estaban las cosas de lo que se trataba era de recuperar aquel reloj.
La furia que invadió a Don Porfirio no tenía su origen en el temor a no poder solucionar este asunto. Desde su perspectiva esta tarea le era perfectamente asumible. No, lo que le sumergía en esta rabia era otra cosa.
Con el robo del reloj era como si hubieran levantado el barniz de su resplandeciente fachada dejando a la vista la miseria cubierta de yeso que constituía la verdad.
Por todo el mundo corría la voz de que el gran hombre de Estado Porfirio Díaz había limpiado de manera total y duradera el país de bandidos y malhechores y que, con mano firme, había hecho una limpieza incomparable y nunca vista en ninguna otra parte. Si se hubiera hecho caso a los reportajes de la época parecía como si se pudiera ir de un lado a otro de Méjico con dos sacos llenos de escudos de oro atados a los lados de la silla de montar y llegar al final del viaje con otro saco suplementario a cada lado. Esto era cierto de alguna manera. Un capitalista americano que entrara en Méjico por El Paso con cincuenta mil dólares en cheques podía salir del país seis semanas más tarde llevándose cien mil dólares; el excedente provendría del provecho conseguido durante este breve espacio de tiempo sobre las espaldas del pueblo mejicano con la ayuda de Porfirio Díaz. Pero, hablando claro, era mucho más peligroso viajar por el país en la época de Porfirio Díaz llevando algo de valor o dinero sin protección militar que hoy en día. Y esta misma protección militar se hacía la reflexión de que era más inteligente ponerse bajo la protección del dinero que debía ella misma proteger. De esta manera se enteraba uno rápidamente -cuando el asunto no podía solucionarlo el gobierno a gusto de todos mediante una transacción privada- que el convoy había desaparecido en un pantano o había sido víctima de un corrimiento de tierras.
Pero si era posible robar un reloj de oro del bolsillo de un diplomático norteamericano tan importante durante el transcurso de una fiesta dada en su honor en el interior de una sala del castillo de Chapultepec, y si por consiguiente no se podía garantizar la propiedad de un dignatario diplomático durante una fiesta celebrada en su honor en Méjico, entonces se tambaleaba completamente todo el entramado de mentiras en el que se sustentaba la dictadura. Si los malhechores ocupaban puestos tan cercanos al trono del dictador, ¿qué debía ser el resto del país? Bastaba que este suceso apareciera en todas las gacetas americanas para que todo el mundo se diera cuenta de que la mano de acero del gran hombre de Estado llamado Porfirio Díaz no era otra cosa que un decorado de cartón y que los grandes capitalistas extranjeros harían bien en ser muy prudentes antes de invertir en Méjico.
El diplomático tenía la palabra de honor del dictador de que no se trataba de otra cosa que de una broma. Por esto no soltó palabra del asunto ante los representantes de la prensa: sólo le quedaba esperar -estaba obligado a ello- a ver de qué manera Porfirio Díaz cumplía su palabra y cómo lo hacía. Este último estaba convencido de que, según las costumbres diplomáticas, el americano no divulgaría nada a la prensa de su país durante el tiempo en que el incidente estuviera bajo la palabra de honor del dictador.
Aquella misma noche, Porfirio Díaz convocó al jefe de la policía para planear la manera de recuperar el reloj sin tener que recurrir a un anuncio en la prensa.
La manera de tratar el caso es ilustrativo de la diferencia entre los hombres que gestionaban los asuntos bajo la dictadura de Porfirio Díaz y los que estuvieron al timón del barco mejicano después de la Revolución y la condujeron a trancas y barrancas contra viento y marea.
El presidente Calles, que gobernó después, hubiera dado un plazo de seis horas al jefe de la policía para encontrar el reloj. O bien, algo completamente real pues lo utilizó con algunos generales -hubiera reprendido al jefe de la policía como a un chiquillo e incluso a lo mejor le hubiera propinado dos bofetadas antes de destituirlo de su cargo y enviarlo como medida disciplinaria a cualquier lugar recóndito de la República si servía todavía para ello; o, sino, le hubiera pagado un viaje de descanso por Europa con la firme recomendación de no volver a poner los pies en Méjico.
También Porfirio Díaz abroncaba sin miramientos a generales y otros dignatarios, pero sólo corría este riesgo cuando estaba seguro de que aquel a quien reprendía carecía de partidarios por lo que nadie podía perjudicarle. Comparado con otros dictadores, Díaz era cobarde. Prefería tirar de los cables a escondidas, gobernar a base de intrigas y colocar en primera línea otros hombres en los que pudiera descansar.
A Calles no le hubiera preocupado en absoluto ver que los periódicos del día siguiente contaban esta historia. Se hubiera reído tanto como todo el pueblo mejicano o norteamericano. Hubiera dicho con sus bruscos modales: “¿Por qué este burro se ha dejado robar el reloj del bolsillo por un gringo?”. Que sepa que está en Méjico en donde en todas las estaciones de tren hay, de manera muy visible, una pancarta que reza: “Cuidado con los carteristas”. Si este tonto no conoce lo suficiente este país, no tenía que haber venido y debía haberse quedado en su casa. Yo no puedo firmar un tratado con un inútil así” Y a los periodistas les hubiera dicho: “Os dais cuenta de qué gentuza mantenemos en Méjico. Bien, pues, voy a agarrarlo fuerte y le meteré un petardo en el trasero de mucho cuidado!” A continuación hubiera destituido a todos los jefes de distrito de la policía, una docena de procuradores y dos docenas de jueces y “¡Que esto explote!”.
Este método conocido como de puñetazo a la americana, sin miramientos, sin vuelta atrás, ofensivo y salpicado de un espíritu agresivo era tan extraño a un carácter débil como el de Porfirio Díaz como las diferentes marcas de whisky escocés son familiares a un cura presbiteriano que las conoce tan bien como los cuatro Evangelios.
Al día siguiente se empezó a rastrear todo el territorio mejicano en búsqueda del reloj robado.
El jefe de la policía se trasladó a Belén, la gran cárcel de preventivos de Méjico. Es allí donde son conducidos todos los malhechores de los dos sexos pendientes de juicio. El jefe de policía reunió a todos los presos y les dijo: “Ayer por la tarde alguien robó un reloj, está incrustado de diamantes. En el interior de la tapa hay gravada una inscripción en inglés. Esta dedicatoria lleva el monograma de Eduardo VII. Ahora son las siete de la mañana. Si este reloj está encima del despacho del director de la cárcel antes de las siete de la tarde seréis todos puestos en libertad y a ninguno de vosotros se le perseguirá por las causas por las que se os ha ingresado en Belén. El que devuelva el reloj no deberá decir su nombre, podrá irse como llegó; nadie le pedirá cuentas de cómo el reloj llegó a sus manos; y no se le detendrá ni por el reloj ni por cualquier otro delito cometido antes de las siete de esta mañana. Al contrario, recibirá de manos del director una recompensa de doscientos pesos de oro. Os vamos a dar a cada uno un papel, un sobre y lápices. En estas cartas podéis escribir lo que queráis, no serán censuradas. Y nadie de la dirección se quedará con las señas. Dentro de una hora vendrán unos carteros a quienes daréis las cartas en persona. Estos carteros llevaran las cartas a su dirección bajo el sello del secreto profesional. Aquí tengo la orden certificada, firmada por Don Porfirio, yo mismo y por el director de la cárcel. Este certificado tiene fuerza de ley hasta las siete y media de esta tarde.
El discurso del jefe de la policía y el certificado que transcribía palabra por palabra su elocución probaban hasta qué punto Don Porfirio conocía bien a sus malhechores y bandidos. Si el reloj estaba en manos de cualquier carterista o ratero habitual, no había ninguna duda que el reloj sería devuelto a las siete o antes.
En Méjico, como en todas partes, los chorizos y encubridores se conocen bien entre ellos. De manera individual no quiere decir que cada uno los conozca a todos, pero conoce bien a una veintena, está al corriente de las guaridas, de las cantinas, peluquerías o refugios que frecuenta esta veintena, conoce a sus amiguitas y todo lo que lleva en su conciencia. Cada uno de esta veintena conoce otros tantos desconocidos por el primero. Tenían la certidumbre -y en esto ni don Porfirio ni el jefe de la policía habían errado en sus cálculos- que este discurso llegaría a conocimiento de todos los delincuentes y encubridores de Méjico en pocas horas. Las cartas que los prisioneros habían dirigido fuera de control a sus acólitos en libertad contenían todo aquello que un prisionero lleva en el corazón desde tiempo atrás. Podían leerse pasajes como los siguientes: “Escucha, querido Pedro, o tú vas a casa de esta especie de crápula de chorizo de Gómez y preguntas con amenaza dónde está el reloj y que debe traerlo, o yo le explico al procurador que tú estabas metido en el golpe de casa del señor Balsa y que fuiste tú quien te llevaste la mejor parte. No veo porque me tengo que comer yo todo el marrón por el simple hecho de haber sido pillado en el “volador” -mercado de los ladrones- con el traje piojoso que conseguí”. En otra carta: “Mi querida, mi muy querida Josefina. Sabes perfectamente como languidezco por ti. Si le rompí la cabeza a aquel tipo en la calle Bucareli aquella noche, fue porque quería su dinero, lo necesitaba, aquel dinero fue para comprarte el vestido de seda verde y los bonitos zapatos acharolados para que fueras la más bonita cuando vamos a bailar al baile Méjico en casa de María Redonda. Te quiero tanto, mi querida Josefina, que no te lo puedes imaginar, y si se encuentra el reloj, esta tarde estaré fuera de la cárcel. Ve enseguida a casa de Jerónima, es una puta gorda que trabaja en la calle Perú, pero déjalo por esta vez. Vive con esta patrote, Emilio, que debe saber donde está el reloj, y sólo debes decirle a Emilio que si no trae el reloj en el plazo de cuatro horas yo voy a hablar y voy a decir que le vi darle dos golpes al “tecolote”, al policía, en la Moneda, que el “tecolote” está todavía en el hospital y todavía nadie sabe quien lo ha quemado, pero yo lo diré si no devuelve el reloj antes de cuatro horas y si lo dice tendrá doscientos pesos del director por decirlo. Y si Emilio no sabe nada del reloj, ve enseguida a casa de Angélica que es una puta reconsagrada y ella sabrá decirte quien tiene el reloj”.
Otra carta aún: “Querido Lorenzo, tú sabes muy bien quién tiene el reloj que robaron al bastardo este mal criado ya que tu eres quien coloca bien los bolos en su sitio en el juego de bolos del castillo de Chapultepec, y que es tu primo Carlos, el que trabaja en la sala de billar, quien lo ha hecho, y que si no me ayudas a salir de aquí no tendrás nada que hacer con mi hermana Anita y haré que te coman los huesos hasta que te quedes estirado, ya que sabes perfectamente donde está el reloj, ya que lo has visto, y entonces diré a mi hermana Anita que eres un buen tipo y que no andas detrás de las chicas, esto yo lo sé”.
Todos los prisioneros sin excepción escribieron su carta y todas las cartas se dirigieron a la dirección indicada en menos de una hora a través de los carteros sin pasar por inspección, según se había prometido.
Para gran pesar de los prisioneros y mucho más para Porfirio Díaz, el reloj no apareció a la hora fijada. El método que Díaz había utilizado tan a menudo en casos aparentemente desesperados con éxito, fracasó esta vez.
Más adelante se dijo en Méjico que el reloj sí que apareció con este método, con la ayuda de los prisioneros, y que se les puso a todos en libertad tal como se les había prometido. Pero esto no es cierto. Este rumor sólo se puso en circulación para esconder la verdad. Como el reloj no apareció a las siete de la tarde, Porfirio Díaz llegó al convencimiento de que no había sido robado por los delincuentes ordinarios y que no se hallaba en manos de los encubridores. Llegó a la conclusión, y con razón, que el que tenía en su posesión el reloj, aunque tuviera necesidad de dinero, no la tenía con tanta premura que se viera obligado a venderlo enseguida. Era alguien capaz de darle su justo valor al reloj y que esperaba el tiempo necesario para poderlo vender de la manera más ventajosa en el mercado de antigüedades.
Una vez excluidos los malhechores habituales, Porfirio Díaz se fijó en otro estrato de delincuentes. No los que se hallaban en primera fila, sino más bien los que seguían a los delincuentes ordinarios y asaltantes de los caminos importantes tanto en moralidad como en sangre fría para actuar en la primera ocasión que se les presentara.
Don Porfirio convocó para última hora de la tarde a todos los generales que habían asistido a la fiesta diplomática para adornarla de uniformes lustrosos. Tenía la lista de estos generales y de esta manera pudo constatar que se presentaron todos a la audiencia.
Hubo, sin embargo, un general de división que no fue, que excusó su presencia. Excusa que fue aceptada por don Porfirio ya que se trataba de un servicio urgente que no podía posponerse.
Díaz lanzó a los generales reunidos este discurso: “Caballeros, todos visteis ayer en el castillo el reloj que me enseñó el diplomático americano. Este reloj desapareció en el castillo. Creo que algún soldado de guardia o bien uno de los escoltas que os acompañaban lo ha encontrado. Es preciso que este reloj esté en mis manos mañana por la mañana a las diez. Si aparece a dicha hora, recibiréis cada uno de vosotros, caballeros, una indemnización especial de mil dólares como recompensa por vuestro esfuerzo. Además os beneficiaréis de mi gratitud. No hace falta decir que en este caso debéis demostrar la mayor discreción de que seáis capaces, ya que se trata de evitar que ni la más mínima mancha salpique a nuestro glorioso ejército. Os dejo toda la autonomía para decidir por vosotros mismos la suerte reservada al malhechor. ¡Gracias, caballeros!”.
Cualquiera que conozca Méjico, sabe que un soldado mejicano de grado inferior puede tener todos los defectos y vicios, hasta el punto de matar a su rival sin vacilar -sobretodo si se trata de asuntos del corazón. El soldado mejicano roba. Es verdad. Pero sólo se lleva lo que sus generales y sus numerosos superiores jerárquicos le dejan, nada más. En cuestión de moralidad, valor, honor, amor a su país, lealtad, está muy por encima de sus generales. Es utilizado por los generales infames y traidores para combatir y asesinar a sus hermanos, sus padres, sus hijos y sus compañeros alistados en otros regimientos. En realidad, nunca sabe si sirve a generales rebeldes o a tropas que se mantienen fieles al régimen. Pelea porque juró fidelidad a su general, por que posee una fidelidad desconocida incluso por su general. Si sus generales provocan una revuelta militar con el pretexto de liberar al país presa de los tiranos y los bolcheviques, es sólo la excusa que les sirve para pillar los bancos y comercios y, posteriormente, colocar el producto de sus rapiñas en un lugar seguro de los Estados Unidos, antes que las tropas que permanecieron fieles les cacen y no les dejen llegar a los confines de tan basto territorio. Con generales de esta calaña, se debe considerar que el hombre se ve obligado a servirlos y obedecerles como si fuera el soldado más valeroso, el más fiel y el más desinteresado de todos los ejércitos del mundo.
Porfirio Díaz sabía muy bien, al igual que los generales reunidos, que los simples soldados acusados podían tener todos los defectos y todos los vicios, pero que había una cosa que no eran: carteristas.
Es por esta razón que Díaz era consciente de que estaba anunciando algo falso para averiguar la verdad. De hecho, cuando se pierde la guerra es culpa de los simples soldados; siempre son los simples soldados, los proletarios, los que se han equivocado, que han perdido la moral, que han prestado un oído complaciente a los demagogos y a los apóstoles de la paz y que no tienen amor a la patria. Nunca es culpa de los generales incompetentes, de los políticos esclerosados, de diplomáticos cansados y descerebrados, de aprovechados insaciables. El culpable siempre es el soldado, el proletario. Pero cuando se gana la guerra, entonces se debe únicamente a los generales competentes, a los prudentes hombres de estado, a los diplomáticos perspicaces. Es a los generales, diplomáticos y hombres de estado a quienes se atribuyen todos los honores que llenan todas las historias universales y los libros escolares. La recompensa, para el soldado de a pie se traduce en un desfile que el trabajador de los arsenales, como oveja resignada, hambriento, piojoso, lisiado, puede ver pasar detrás de una barrera de policías blandiendo sus porras para que los generales tengan su porción de “Vivas” y de insignias estrelladas locamente agitadas.
Los generales sabían bien que Porfirio Díaz no tomaba en serio la idea de que uno de los soldados de la guardia o de los escoltas que les acompañaban estuviera en posesión del reloj. En realidad todos lo generales sabían lo que Porfirio Díaz pensaba de ellos, de la misma manera que él sabía lo que pensaban de él: maestro y discípulos agarrados de pies, puños y uñas sobre el pobre país rico.
Al día siguiente, a las diez, todavía no había aparecido el reloj. Por un instante, sólo por un instante Díaz se inquietó: ¿Acaso se había equivocado en sus cálculos? Enseguida pensó en el general de división que excusó su presencia alegando que tenía un asunto importante fuera de la capital, en Tlalpan.
Díaz mandó llamar con urgencia a este general de división. Una vez estuvo ante él, lo observó un momento y le espetó de manera seca: “Divisionario, dame el reloj del diplomático americano”.
Sin pestañear ni mostrar la más mínima contrariedad, el general pasó su mano bajo la túnica, buscó un poco en los bolsillos interiores y sacó el reloj. Se adelantó como dos pasos hacia el dictador y se lo dio, diciéndole: “A sus apreciables órdenes, don Porfirio, a sus órdenes muy queridas.”
Porfirio Díaz cogió el reloj y lo colocó ante sí encima del despacho. Sintió que debía pronunciar algunas palabra, así que dijo: “Divisionario, no lo entiendo... hum... ¿Por qué?"
A lo que el divisionario contestó sin vacilar: “Porfirio, temía que lo cogieras, así que pensé que era mejor que fuera yo, ya que tú puedes comprarte uno más fácilmente que yo”.
La prueba de que Porfirio Díaz era más listo que muchos de los que querían arruinarlo quieren admitir, es que administró el asunto no añadiendo nada a la respuesta del divisionario.
Ya sé que es difícil admitir que Díaz hubiera podido dedicarse al vulgar robo del tirón. En cualquier caso no durante los últimos cinco años de su reinado, en los que su poder empezó a tambalear.
Sin embargo hay que decir una cosa.
Porfirio Díaz tuvo que contentar al diplomático, tratarle amicalmente y devolverle su buen humor para que este episodio permaneciera oculto. Pues Porfirio Díaz estaba más preocupado por el buen nombre de su corte que muchos potentados de Europa. Y para calmar y complacer al diplomático se vio obligado durante la negociación del tratado comercial a hacer concesiones que, evidentemente, tuvo que pagar el pueblo mejicano, pero que supusieron para el diplomático el honor de ser tratado como uno de los más hábiles en la historia de los Estados Unidos.



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miércoles, septiembre 02, 2015

Columna Durruti/Movimiento comunista y sindicatos 



Después de leer a Bordiga, pasamos a unos ejemplares antiguos de la revista del GCI, desde donde encontramos estas importantes Tesis, ligadas a un tema que en hartos debates de este año me he topado: qué pasa con los Sindicatos. Mientras algunas posiciones los identifican claramente como enemigos, otros creen que "depende del caso (y el contexto)", y la derecha del movimiento libertario derechamente (valga la redundancia) quiere "sindicatos revolucionarios" y/o "antiburocráticos".



Leamos, meditemos, discutamos, y mientras tanto escuchemos este bellísimo álbum de "La Columna Durruti" (aka The Durutti Column), de 1989, titulado sencillamente como "Vini Reilly" (el nombre de su cerebro y guitarrista, entiendo que único miembro original de esta formación británica).

MOVIMIENTO COMUNISTA Y SINDICATOS (TESIS)

(Revista COMUNISMO, N° 5, 1980)

 Entre los problemas cruciales de la estrategia y de la táctica revolucionaria, la cuestión del asociacionismo obrero continúa figurando, desde la época de Marx, al orden del día de las reflexiones y luchas políticas. Hace 150 años, los comunistas combatían las posiciones que, por indiferentismo (indiferencia erigida en principio) con respecto a la lucha de clases cotidiana, desertaban del frente de asociaciones inmediatas del proletariado (clubs, ligas de oficios, primeros sindicatos) y pretendían que con esto contribuían al derrocamiento del capitalismo. Al mismo tiempo, combatían la sustitución de la lucha de clases contra el Estado burgués por la "lucha" reformista, así como la totalidad de las doctrinas sindicalistas que por esencia, en tanto que ideologías, representan ramificaciones de la ideología capitalista. Substancialmente, la posición comunista no ha cambiado; hoy es la misma que ayer. Por el contrario, lo que se ha modificado considerablemente son las formas de su aplicación particular, dado que el cuadro social ha sufrido profundos trastornos. Esto es válido en general y específicamente para la llamada "cuestión sindical". Actualmente, el Estado burgués no se limita a tolerar los sindicatos que, hasta mediados del siglo XIX prohibía; cuya existencia era considerada como un ataque a la "seguridad pública", que se esforzaba de quebrar por la represión brutal. Ahora los acepta, los fomenta y aún llega hasta financiarlos. Los burócratas sindicales comparten el trono con patrones y ministros en las comisiones paritarias, los tribunales de trabajo, los consejos centrales de economía, los bancos estatales, etc. Este hecho materializa la elevación de los sindicatos al estatuto de potencia reconocida y asociada a la gestión del orden capitalista. La ola revolucionaria de los años 20 tuvo que chocar, en todos los países, con los sindicatos (lo mismo pasó en Rusia). Los sindicatos (exceptuando el fenómeno específico de los sindicatos escisioncitas) durante los años 14 y 18/21 mostraron abiertamente, en todas partes del mundo, lo que eran en realidad después de muchos años atrás: órganos de la contrarrevolución a los cuales el último toque para su integración final al Estado burgués fue dado durante la primera guerra mundial. En el transcurso de los 60 años que siguieron, no hubo ninguna lucha obrera que no se viese obligada a enfrentar violentamente a los sindicatos y recurrir a la huelga calificada de "salvaje" por los representantes de la civilización (que llamaremos simplemente huelga, dado que las "interrupciones del trabajo" propulsadas por los sindicatos actuales son lo contrario a una lucha obrera y no son huelgas puesto que son planificadas anticipadamente con los patrones). Esta evolución de la situación no es propia a un país o grupo de países, sino que caracteriza a la lucha de clases en todo el mundo: proletarios y sindicatos se levantan mundialmente uno contra el otro. Considerando estos hechos comunes a todos los combates de clase, la posición comunista no puede consistir en otra cosa que en poner en evidencia que los proletarios no tienen nada que defender al interior de los sindicatos actuales y que las asociaciones obreras no pueden renacer sino afuera de las organizaciones sindicales y contra ellas. Las tésis siguientes son básicas para una organización que se sitúe abiertamente en el terreno del comunismo, ellas resumen la posición de nuestro grupo con respecto a los sindicatos.

TESIS:

1. De acuerdo con la concepción materialista de las relaciones sociales, todas las organizaciones del proletariado (sindicatos, consejos de fábrica, comités de huelgas, soviets, partidos políticos, etc.) se determinan por su práctica en el transcurso de las luchas y los ataques del proletariado contra el Estado capitalista. Es este el criterio de apreciación que los comunistas retienen sobre estas asociaciones. Esta apreciación en ningún caso puede basarse en los nombres o estatutos formales de ellas.

2. Los sindicatos del siglo XIX que merecían el nombre de "sindicatos de clase" (en oposición a los sindicatos "amarillos" directamente fundados por la burguesía) fueron todos vaciados de su substancia a través de su integración al Estado burgués. La acción corruptora de la democracia los transformó en factores de la acumulación capitalista (su función es la de contener el salario real y el tiempo de trabajo en los límites conformes a las necesidades y posibilidades de la valorización del Capital), en instrumentos represivos y en agencias de la movilización nacional para la guerra imperialista.

3. Los sindicatos participaron en la centralización de la economía durante el transcurso de las guerras y en los períodos de reconstrucción luego de expansión que subsiguieron; llegaron a enrolar directamente a los proletarios en los ejércitos burgueses, en los frentes de resistencia antifascistas y en los cuerpos de choque antiproletarios de los "Noskes" de cada país y de cada contrarrevolución. Por lo tanto, se determinaron definitivamente por el partido reaccionario, por el partido del Estado capitalista. La integración de los sindicatos al Estado burgués no es una tendencia reversible, sino un hecho irreversible.

4. En la medida que los sindicatos se fusionaron con el poder del Estado capitalista integrándolo; la directiva estratégica del comunismo con respecto al Estado burgués es válida también para los sindicatos: destrucción por la fuerza de las armas (como uno de los tantos otros obstáculos existentes en la vía de la revolución proletaria). Esta indicación no tiene un valor contingente y variable, sino un valor imperativo y general. Ella se basa en el postulado esencial del comunismo, que a la dictadura del Capital, opone la dictadura del proletariado fundamentada en la liquidación física de todos los instrumentos de fuerza que se ligan de lejos o de cerca al Estado burgués.

5. La preparación para la destrucción violenta de los sindicatos pasa exclusivamente por la lucha llevada fuera y contra estos. En ninguna parte y de ninguna manera, los sindicatos defienden los intereses de la clase obrera, ni sobre el plano histórico, ni sobre el inmediato (2 aspectos indisociablemente ligados, de una misma lucha de clases). Es necesario incluso combatirlos en la lucha más elemental dado que las reivindicaciones, los métodos de lucha y las formas de organización que estos proponen entran en contradicción con las necesidades fundamentales de las masas obreras y constituyen mecanismos diversionistas en beneficio de los intereses capitalistas.

6. Hoy en día, el papel de la propaganda y de la agitación comunista es el de mostrar al proletariado el contenido revolucionario de su revuelta contra la disciplina sindical y de la actitud anti-sindical que tuvieron que adoptar en la lucha. El trabajo comunista debe contribuir a destruir las ilusiones burguesas al interior de los obreros, según las cuales existirían aún sindicatos con una "dirección traidora" susceptible de ser recuperados por el proletariado. La crítica comunista de los actuales sindicatos, es una crítica de contenido antes de ser una crítica de formas. Los sindicatos no son reformistas (es decir burgueses) porque tienen "malos dirigentes" y porque están burocratizados. Por el contrario, poseen una burocracia y buenos dirigentes en relación al contenido que expresan y para su consolidación. El reformismo determina tanto la existencia y la proliferación de burócratas sindicales; como también la de militantes sindicalistas de base, que a cada escalón del aparato constituyen la personificación viviente de una política reformista.

7. La organización comunista tiene que denunciar no solamente el carácter fútil, sino también el carácter contrarrevolucionario de las formas de "lucha" practicadas y los objetivos planteados por los sindicatos. Negociando contra los trabajadores, con los patrones y el Estado burgués, las condiciones de despido, las medidas económicas y sociales acarreadas por la crisis, el reformismo sindical les pide la manutención de las condiciones económicas inmediatamente anteriores, sobre la forma de reivindicaciones concernientes al "mantenimiento del poder de compra", la "defensa del empleo", las múltiples "garantías económicas y jurídicas" ligadas al ejercicio "normal", es decir capitalista, de la compra y venta de la fuerza de trabajo. Prácticamente, el reformismo sindical ahoga toda acción proletaria que se oponga a la conservación de la "paz social". Opera de esta manera cada vez que se intenta una acción susceptible de unificar a los proletarios por encima de las divisiones en categorías (divisiones sobre las cuales los sindicatos basan toda su fuerza), en un solo combate de clase contra el poder del Estado del Capital; opera así cada vez que una acción pone en peligro al aparato de producción (que la crisis capitalista hace cada vez más vulnerable a las presiones de la clase obrera).

8. La verdadera lucha proletaria, tenga o no conciencia de ello, tiene como objetivo la conquista de todo el producto del trabajo social, presente y pasado (es decir la totalidad de los medios de producción y de consumo que se presentan hoy en día sobre la forma de Capital), y la abolición del trabajo asalariado. Cuando el proletariado lucha, aún a nivel elemental, combate por obtener una cantidad superior de productos (valores de uso) a través de un esfuerzo menor. Esta lucha, en su proceso de afirmación no tiene en cuenta para nada las capacidades de existencia y de concurrencia de la industria capitalista; por el contrario, ella las niega e implica la ruina de la dinámica económica propia al Capital. Es precisamente por esto que la lucha se encamina hacia el objetivo final, mientras que por el contrario todos los programas de "reformas sociales", de "reivindicaciones socialmente aceptables", se mantienen miserablemente encuadrados en la visión capitalista e igualmente definen las organizaciones que no son más que los guardianes del orden establecido.

9. El reformismo pretende hacer creer a la clase obrera que perderá todo con la ruina de la economía capitalista, que puede ganar migajas a pesar de la perpetuación del sistema de esclavitud asalariada. Esta perspectiva es utópica y reaccionaria. Utópica, porque con la crisis desaparecen todas las posibilidades de otorgar o preservar durablemente estas famosas migajas que tanto alaban los reformistas burgueses. Reaccionaria, porque se pretende que el proletariado emplee todas sus fuerzas y sus energías para remodelar la explotación y no para su destrucción. Siempre reaccionaria, porque en el momento decisivo de la crisis revolucionaria, la burguesía sacrificará sus intereses inmediatos y otorgará verdaderas concesiones que serían suicidas a corto plazo si no servirían para desmovilizar al proletariado para así aplastarlo sangrientamente. Indudablemente la corriente más extrema del reformismo llegará a las barandillas del Estado para así poder llevar hasta sus últimas consecuencias su función contrarrevolucionaria. Si triunfase esta táctica desesperada de la burguesía (ver Alemania 1918-19) y si el fracaso obrero fuese consumado, las concesiones desaparecerán con la misma rapidez con que fueron otorgadas y la acumulación capitalista volverá a tomar provisoriamente un curso ascendente.

10. La organización comunista tiene que poner en evidencia que la crisis catastrófica del capitalismo no disocia el interés inmediato de la clase obrera del de la revolución social. Tiene que indicar los objetivos y los métodos de acción que demuestren el antagonismo irreconciliable de intereses entre la burguesía y el proletariado. Por ello, los comunistas rechazan categóricamente toda formulación que reivindique la mantención o la defensa del salario y del empleo, banderas que implican presuposiciones conservadoras y difunden una ideología reaccionaria al interior de la clase obrera. Esta solo puede situarse en el camino que la conduce a su victoria revolucionaria cuando ataca en sus raíces al mecanismo que engendra la formación de la plusvalía, cuando sus reivindicaciones por un mejoramiento del nivel de existencia atacan la tasa de explotación, la tasa de plusvalía. Lo importante para los marxistas es la apreciación de los contrastes que maduran en las relaciones sociales y la lucha para agudizarlos pues, sobre esta vía, la clase obrera adquiere la conciencia y la organización de su fuerza, disloca la estructura de dominación y explotación capitalista.

11. La organización comunista jamás deberá adoptar ningún "programa mínimo", inevitablemente reformista que implicaría en particular su presencia en los sindicatos. Debe mostrar que no se puede reconquistar los sindicatos. Su tarea es la de preparar al proletariado para que siga, sin hesitar su propia tendencia histórica: la tendencia a dotarse de una dirección política sobre el plano del programa y de la organización (el partido), la tendencia a pelear en una lucha armada internacionalista para la liquidación de todos los órganos del Estado capitalista y la instauración de su dictadura mundial de clase, dictadura que reposará sobre sus organizaciones revolucionarias y que será dirigida por el órgano-partido, que el proletariado se habrá dotado antes y durante la batalla decisiva retomando así la línea histórica de su programa comunista.

12. La concepción de la preparación revolucionaria está contenida, sin ningún equívoco, en la constatación materialista según la cual el proceso revolucionario está basado en la constitución del proletariado en clase y por lo tanto en partido, y de ninguna manera está sometido a premisas democráticas que exigen que el partido sea seguido por una mayoría numérica de obreros individuales. La reivindicación sindicalera de la conquista del sindicato equivale hoy en día, en el "mejor" de los casos, a una visión democrática del proceso revolucionario y en el más general a una propaganda burguesa para mantener a los obreros prisioneros en estos órganos contrarrevolucionarios.

 13. Todas las teorías que justifican el entrismo sindical, a diferentes niveles (reconquista integral, parcial, destrucción desde adentro) tienen por característica común y negativa la de revalorizar la imagen de los sindicatos ante la clase obrera, desorientando tanto a su vanguardia como a su retaguardia (comprendido el grupo que practica el entrismo). La aplicación práctica de estas ideologías hace imposible una propaganda y una agitación clara contra estos agentes de la burguesía en los rangos proletarios. Ella impide el trabajo de organización de las verdaderas tendencias hacia la asociación obrera que no cubren ni total, ni parcialmente las formas sindicales actuales. Finalmente ellas comprometen la naturaleza revolucionaria de las organizaciones que recurrieron a dicha práctica.

14. El problema fundamental de una alternativa obrera frente a los sindicatos, no es una cuestión de formas de organización. En primer lugar porque el remplazar una forma sindical por otra distinta ("consejo obrero" por ejemplo) no implica necesariamente la ruptura con el reformismo y puede incluso constituir una de sus formas extremas. En segundo lugar, porque ninguna forma de lucha particular que surge en el transcurso del movimiento de clase posee "en si" las condiciones para su expansión. Estas deben buscarse en su contenido, es decir en la dinámica de ruptura efectiva con el Capital. Una forma cualquiera puede por ejemplo surgir como producto muerto al nacer que no pudo escapar al control completo del capitalismo (cf. la mayoría de los consejos de obreros y soldados en Alemania del 18). Por otro lado, un comité de huelga, combativo en los inicios de la lucha, puede transformarse un mes después, en un freno de esa misma lucha. En tercer lugar, porque el renacimiento del asociacionismo obrero no puede ser comprendido, de antemano, a nivel de las formas que el tomará y de los modos de organización que tenderá a dotarse. Únicamente se puede tener una comprensión clara del proceso que engendra estas formas y modos. Una perspectiva de agresividad creciente del proletariado contra el Capital, procediendo por saltos y rupturas como siempre sucedió en el pasado, tiene que contener inevitablemente las combinaciones más variadas en el surgimiento, modificación, disolución y recomposición de las asociaciones obreras.

15. Sin prejuzgar sobre la forma de las futuras organizaciones proletarias (sin pretender de antemano y fuera de la vida real que las formas "sindicatos de clase", "uniones", "consejos", "comunas", "soviets" agotaron completamente su ciclo histórico y que no resurgirán jamás como expresión del movimiento proletario), la lucha por el renacimiento del asociacionismo obrero se expresa hoy en el trabajo en los "comités de huelga", las "coordinadoras", los "núcleos obreros", las "comisiones de fábrica y de barrio", los "cordones industriales", las "asambleas clasistas", las "coordinaciones de trabajadores en lucha", etc.; que constituyen las expresiones inmediatas de la vida del proletariado.

16. En el transcurso de estos últimos años, estos órganos de lucha tomaron frecuentemente un carácter local y limitado en el tiempo. Este es uno de los efectos de la contrarrevolución, cuyo lento agotamiento limita, por el momento, la acción proletaria a explosiones breves y esporádicas. Sin embargo, estos órganos de lucha (que aparecieron con una fuerza variable en casi todos los países) tendieron a desarrollar formas que, en su dirección, pueden ser puestos en paralelo con los sindicatos escisionistas, los consejos de fábrica y las uniones revolucionarias de los años 20.

17. Estas últimas y variadas formas de lucha ponen en evidencia que las viejas debilidades derivadas del localismo y del federalismo se reproducen fácilmente. La centralización y la organización de la acción son problemas tan vigentes hoy como ayer. La preparación de la necesaria coordinación de fuerzas es una tarea que forma parte de la agitación y del trabajo político general de preparación a cargo de la organización comunista.

 18. Como la revolución no es un problema de formas de organización, el contenido del movimiento proletario constituye el criterio de intervención y de trabajo. Los comunistas trabajan únicamente en los movimientos de los proletarios en lucha. Dado que los elementos ganados a los objetivos y a los métodos de lucha del comunismo desertarán las organizaciones burguesas, esta evolución se dará por la experiencia práctica en los combates de clase y no por iluminación súbita de "conciencias individuales", los comunistas tienen como directiva general el no trabajar en los órganos del Estado burgués. Esto es igualmente válido en lo que respecta a las organizaciones cuya diferencia con los sindicatos consistiese únicamente en una mayor radicalidad en las palabras y en la práctica de un reformismo "duro": ellas están del lado del Capital y deben ser tratadas como órganos estatales y políticos de la contrarrevolución (tomemos un ejemplo: la KAPD llama en 1920 al boicot y a la destrucción de los "consejos legales" en Alemania).


19. La organización comunista debe combatir como ideología burguesa, las doctrinas (ordinovistas, maoespontaneistas, etc.) que llaman a reemplazar los sindicatos por "consejos obreros" o "comités populares" y que atribuyen a estas "nuevas formas" el mismo contenido reformista, anti-fascista, nacionalista de los antiguos sindicatos. De la misma manera, debe combatir el "anti-sindicalismo" moral y platónico que, al mismo tiempo que llama a abandonar los sindicatos, invita a los núcleos de vanguardia a abstenerse del trabajo de organización de la lucha elemental cayendo así en el fetichismo de los criterios numéricos, asamblearios, en los aspectos formales de delegación y revocabilidad, en una palabra en el cretinismo democrático.

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